martes, 2 de mayo de 2017


Alfonso Berardinelli

El escándalo de la lectura

―Traducción de Pablo Anadón―





La literatura, en la enseñanza, se presenta desde el inicio como algo alienado y alienante, de lo cual se obtendrán resultados fatalmente deprimentes y reductivos, tanto desde el punto de vista de lo que la literatura es, como desde el punto de vista de lo que la enseñanza debería ser.
La primera cosa errada que, sin darnos siquiera cuenta, aprendemos en la escuela e incluso en la universidad, es que las obras literarias han sido escritas por sus autores y están ahí ante nosotros para ser enseñadas y estudiadas. Y que en un cierto sentido la literatura (pero lo mismo vale para todo lo que se convierte en “materia escolar”) existe, antes que todo, y tal vez solamente, dentro de la escuela, bajo forma de instrumento, contenido, relleno o pretexto para la praxis didáctica. La Praxis Didáctica lo domina todo. Es una condición trascendental y apriorística, ¡es la forma teórico-práctica que da forma teórico-práctica a todo lo que toca! (Lo que se podría tratar de obtener de los propios hijos es que no crean que si de un día para el otro la escuela desaparece, desaparecerían con ella todas las cosas de las que les hablan en la escuela: las catedrales góticas y la revolución francesa, la sintaxis del período y los poemas de Cavalcanti).
La primera cosa que hay que hacer, pues, es ésta: evitar por todos los medios que la enseñanza vuelva irreales a los propios objetos, transformándolos precisamente en nada más que materias de enseñanza (interrogación en clase, estudio en la casa, lecciones, exámenes, etc.). Los programas ministeriales, y sobre todo la organización cotidiana de la vida escolar, son máquinas apisonadoras, que parecen hechas a propósito para triturar la más adamantina voluntad de independencia. De hecho, la libertad de enseñanza se reduce a muy poco. Para hacer algo diferente de “lo que todos hacen”, es casi siempre indispensable la solidaridad de algún otro profesor. O es necesario estar absolutamente convencidos de que un docente animado de real curiosidad, sinceridad y coraje no podrá nunca ser desmentido por “resultados negativos”: porque tendrá siempre de su parte los sagrados principios de todo el pensamiento pedagógico clásico y moderno, y los estudiantes, si no inmediatamente, tarde o temprano entenderán que están en compañía de una persona viviente y pensante, y no de una copia fiel realizada en conformidad con las más recientes y remotas directivas “superiores”.
Tengo la impresión de que quien enseña y quien estudia literatura (y no sólo quien la estudia como estudiante, sino incluso quien la estudia como estudioso) tiende a olvidar que las obras literarias no han sido escritas por sus autores para ser enseñadas y estudiadas, sino para ser leídas y releídas. Quien lee a un clásico debería ser tan ingenuo y presuntuoso como para pensar que ese libro ha sido escrito justamente para él, para que se decidiera a leerlo.
Aunque los lectores hayan aumentado en número, la calidad de la lectura probablemente ha empeorado. El gran desarrollo y la proliferación de los métodos para analizar un texto se deben también a esto: en efecto, cuanto peor es la calidad de los alimentos, tanto más se multiplican los manuales de cocina refinada y las revistas para paladares finos.
En la enseñanza se deberían simplificar las cosas lo más posible. ¿Qué mejor cosa puede hacer un profesor si no es elegir bien los libros a leer y permitir a los estudiantes la mejor lectura posible, creando o estimulando las condiciones para que esto suceda? Por más brillantes que puedan ser las clases del docente, el curso será un fracaso (o peor, un engaño) si los libros prescritos son de escasa calidad o tediosos.
En cuanto a los así llamados métodos de lectura, no logro ver otros que la lentitud y la repetición. Se puede elegir, por ejemplo, más o menos al azar, un poema o una página en prosa, pidiendo a los estudiantes en el aula que los lean en voz alta. Si son veinte alumnos o menos, cada uno hará su lectura. Si el número es más alto, entonces se podrá limitar a diez o veinte lecturas. El experimento puede hacerse tanto con un texto de un autor conocido como con un texto de quien ninguno deba saber nada. Ese poema y ese fragmento de prosa comienza así a tomar forma, es de nuevo presente, asume la voz que cada lector le presta. No todos harán las mismas pausas. La entonación de ciertos pasajes podrá cambiar. Alguien se equivocará o saltará alguna palabra. Algunos tratarán de imitar a los actores de la radio o de la televisión. Otros leerán de manera expeditiva, o harán una caricatura burlona de ciertos detalles. Cada uno, esperando su turno de lectura, dará más atención al modo de leer de quien lo precede y se preparará, más o menos intencionalmente, a leer ese verso o esa frase o el texto entero con algún mejoramiento o cambio de tono. Como sea, la presencia más comprometida y real en el aula será ese texto que cada uno y muchos deberán leer, al cual cada lector dará algo propio. Los errores y las incertidumbres en la lectura son tan útiles como las pronunciaciones más hábiles y logradas: a veces incluso más, porque sugieren una corrección, señalan vacíos de atención y riesgos de malentendidos. Las capacidades para la “recitación” no tienen nada que ver. Será bueno aconsejar que se lea de tal modo que, mientras se lea, quien lo esté haciendo entienda lo mejor posible el significado de las frases, se abandone a su juego y sienta su ritmo.
El alto número de las lecturas y la concentración que se crea tienden a favorecer una especial tensión y espera interpretativa, que permite pasar al momento siguiente: el de la observación, el comentario, la discusión y selección de las impresiones de lectura. (Pero también se podría postergar todo esto para otro día, o dejar en torno de lo que se ha leído una vasta zona de silencio). ¿Qué ha golpeado? ¿Qué sentido tiene tal elección lexical? ¿Qué sugieren ese enjambement y esa cesura? ¿De qué se habla? ¿Qué venimos a saber leyendo esa página? ¿Qué más se debería o se querría saber para entenderla mejor? Esto, naturalmente, es sólo un punto de partida. Se puede decidir si seguir adelante comentando esas pocas líneas por todo un mes, por todo un año, leyendo el libro de principio a fin, o en cambio pasar rápidamente a otro, a textos de la misma época pero muy diferentes, a textos muy semejantes de épocas lejanas, según los propios programas o siguiendo la concatenación de problemas y de curiosidades que nazcan en el curso de la discusión. El mejor resultado de un curso de literatura será siempre esto: que los estudiantes sigan hablando de esas páginas y de esos libros también fuera de las horas de clase y después de haber superado su examen.
¿Pero hay todavía alguien que esté verdaderamente interesado en saber qué está escrito en los libros, de qué hablan las obras literarias, qué querían decir los escritores escribiendo lo que han escrito? ¿Y es posible que nos preguntemos esto en la enseñanza? Lo dudo. Porque si así fuese, ¿cómo sería posible prescribir en las escuelas y en la universidad (digo, ¡en las escuelas, en la universidad!) el estudio de Leopardi y de Dante, hacer “sobre” ello millares de interrogaciones, lecciones, exámenes, ejercitaciones escritas, sin ser tocados ni siquiera un instante por la aspiración al paraíso, por la angustia del infierno, por el problema del suicidio y por la insensatez del “progreso” humano?
No logro ver ninguna función y utilidad de la lectura de las obras literarias que ésta: escándalo, conocimiento, evasión, ensimismamiento.
Qué es lo que estas experiencias procurarán a los alumnos, nunca estaremos en grado de decirlo con anticipación. Cada generación, cada público, cada individuo debe experimentar de nuevo en sí mismo el efecto de los clásicos. Aunque sea de un solo verso y de una sola frase.


[Traducido de: Alfonso Berardinelli, Cactus / Meditazioni, satire, scherzi, L’ancora del mediterrano, Napoli, 2001, pp. 73-76.]

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