sábado, 17 de mayo de 2014

LA VENTURA DE LA POESÍA





En sus años más tristes, luego de la pérdida del pequeño hijo Ariel, Baldomero Fernández Moreno escribió un libro, Penumbra, publicado póstumamente, en el que afronta y transfigura en difícil armonía verbal un sufrimiento persistente, de cada día y cada hora. Como en otras obras (pienso ahora en Il Dolore de Ungaretti, parcialmente motivado también por la muerte de su hijito, Antonietto, además de la guerra y el fallecimiento de un hermano), se cumple aquí la paradoja de decir lo indecible, de transformar en arte un dolor que apenas puede ser articulado. En uno de los sonetos, “El poeta” (tan distinto en su temple de otra poesía de parecido título, “Poeta”, del libro Continuación, de 1938), al cabo de tres estrofas en las que enumera, en clave metafórica, desastres que el destino puede asestar a un hombre o a una comunidad, en la última da un giro, introducido por la adversativa, en el que afirma, en tono casi de desafío, el poder de la poesía para elevarse por sobre la destrucción que la rodea, como el ave que flamea y se levanta de sus propias cenizas: en la palabra “ventura”, con que se cierra el poema, tal vez resuenen otras, las del desventurado hidalgo (“Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo es imposible”), y personalmente me recuerda también la fórmula con que Stendhal define el don que otorga la belleza –una “promesse du bonheur”–, esa promesa de dicha que puede vincularse con la belleza artística, con la belleza en general e incluso con ese extraño y poderoso sentimiento que la belleza origina, la pasión amorosa. Dicen así las dos últimas estrofas del soneto:

“Podrá un cuerpo caer tras la saeta,
o tras la enfermedad o la locura
rumiar limosna el hambre más secreta.

Mas siempre la canción irá a la altura.
Se yergue entre las ruinas el poeta:
no hay desventura contra su ventura.”


P. A.
Córdoba, 17-V-14

miércoles, 7 de mayo de 2014

OTRO ESCRITOR ARGENTINO





Puede decirse que dedicó los mejores años de su vida a trabajar en su obra, con entusiasmo, con paciencia y esfuerzo sostenido, con absoluta dedicación, en las horas que le dejaban sus otros trabajos, los de “pan llevar”. Para ello, necesaria o desgraciadamente, descuidó muchas cosas: descuidó, en primer lugar, a su familia (¡ah, ver crecer de nuevo a sus hijos, jugar largas horas con ellos y acompañarlos mientras se dormían!), descuidó a sus amigos, su carrera profesional, su cuenta bancaria, su salud, los viajes, las diversiones del fin de semana – la vida, en fin. Cuando murió, luego de un “colapso masivo” de su organismo (¿cirrosis?, ¿cáncer de pulmón?, ¿derrame cerebral?), según el impreciso parte médico del hospital público donde estuvo internado en los últimos días, no tenía una sola propiedad y sus ahorros apenas alcanzaron para pagar el velatorio y la cremación. Dejó en herencia una incómoda biblioteca de cientos de volúmenes, bastante ajados y llenos de minuciosas anotaciones a lápiz, asteriscos, corchetes y subrayados, que, cuando hubo que desalojar la casa que alquilaba, donde vivía solo, fue mal vendida a una librería de usados, por metro de libros, como suele hacerse. Aunque había publicado algunos tomitos de versos y prosas, que pasaron en su momento sin mayor pena ni gloria, la obra a la que había consagrado sus desvelos de más de una década quedó manuscrita, en una pila de cuadernos escolares, con letra cuidadosa pero casi indescifrable. Sus hijos la encontraron en el caos del escritorio y, esperanzadamente, la dieron a leer a un par de escritores locales, a un crítico del diario de la ciudad y a varias editoriales nacionales. Algunos no respondieron a la consulta; otros, de modo casi coral, les dijeron que, por lo que se podía entender en el galimatías de la escritura, lamentablemente, era impublicable: tal vez tuviera su importancia, pero su estilo, e incluso sus temáticas, correspondientes a la juventud del autor, ya estaban pasados de moda y sería imposible hacerla comentar en los suplementos culturales y, por lo tanto, que entrara en el mercado literario. Por otra parte, digitalizar esas miles de páginas manuscritas sería muy engorroso y costoso y la obra, en fin, no valía la pena de tamaño esfuerzo. Los hijos, pues, han guardado los cuadernos, amorosamente envueltos en un pañuelo de seda que solía usar su padre, junto a la urna en que conservan sus cenizas. Ya verán los nietos qué hacer con todo eso.


P. A.
Córdoba, 05-V-14

lunes, 5 de mayo de 2014

LA PAUTA DE LA LÍRICA






La otra noche, hablando por teléfono con un amigo fraterno –por consanguinidad poética–, me contó de la emoción que le había producido releer en estos días, en uno de los viejos cancioneros españoles, aquellos versos anónimos que comienzan: “De los álamos vengo, madre, / de ver cómo los menea el aire...” (Cuando aquí digo emoción –el pudor del amigo me perdone– digo, concretamente, lágrimas, provocadas por un poema creado allá lejos y hace siglos). Recordamos también otras cancioncillas populares semejantes, como aquella que dice: “¿En qué nos parecemos / tú y yo a la nieve? / Tú en lo blanca y galana, / yo en deshacerme. // A los árboles altos / los mueve el viento / y a los enamorados / el pensamiento.” Me quedé pensando, luego de la charla telefónica, y después lo conversamos en la sobremesa con mi padre, que esa dimensión estrictamente lírica casi ha desaparecido de nuestra poesía. Me refiero –no es fácil definirlo– a esa especie de exhalación anímica que se sostiene en el aire de la pura gracia verbal (Ungaretti: “M'illumino / d'immenso”; Guillén: “¡Oh luna, cuánto abril, / qué vasto y dulce el aire! / Todo lo que perdí / volverá con las aves...”), sin necesidad de desarrollar una historia, o una descripción que valga como símbolo, o un discurso más o menos conceptual que presente una “visión del mundo”: una poesía, en fin, que pareciera –pareciera– no decirse más que a sí misma, como las geometrías cromáticas de Klee, o unos cacharros de Morandi, o una música. Ese lirismo prácticamente se ha extinguido, vaya uno a saber si transitoria o definitivamente. No es que esta poesía puramente lírica sea superior a otros tipos de escritura poética, pero su falta es una pérdida grave, no sólo porque desaparece una manifestación estética valiosa, sino también porque con ella se pierde una suerte de pauta de intensidad y perfección artística, ausencia que deteriora la intensidad y perfección de las demás formas poéticas, que naturalmente tienden a un tedioso prosaísmo narrativo, descriptivo o conceptual en versos.


P. A.
Córdoba, 04-V-14