martes, 18 de septiembre de 2012


BORGES Y LA NOSTALGIA
DE LAS ORILLAS




En los acordes hay antiguas cosas:
El otro patio y la entrevista parra.
(Detrás de las paredes recelosas
El Sur guarda un puñal y una guitarra.)

Jorge Luis Borges
(“El tango”)


Para quienes han visto en Borges a un escritor “extranjerizante” (esa palabra de moda en otros tiempos, no muy lejanos, en la Argentina) o, como supo decirse, un escritor inglés en lengua castellana, nunca terminó de cuadrar del todo en el esquema la evidente atracción que existió en él, desde el comienzo mismo de su obra, por el mundo de “las orillas”, por las penumbrosas esquinas suburbanas y la existencia azarosa ―para decirlo borgeanamente― del compadraje. Ese mundo es el que originó, como se sabe, la osada coreografía del tango y sus letras abundantes en coraje, ironía y lenguaje matonesco.
     Octavio Paz, en su ensayo “El arquero, la flecha y el blanco”, planteó esta discordancia de la siguiente manera: “La contradicción que habita en las especulaciones y en las ficciones de Borges —la disputa entre metafísica y escepticismo—, reaparece con violencia en el campo de su afectividad. Su admiración por el cuchillo y la espada, por el guerrero y el pendenciero, era tal vez el reflejo de una inclinación innata. Fue quizá una réplica instintiva a su escepticismo y la civilizada tolerancia.” Por su parte, Juan José Hernández, en su ensayo “Borges y la espada justiciera”, de su libro Escritos irreberentes (2003), contrapone el modo en que se produce la atracción hacia lo militar, presente tanto en Lugones como en Borges. Mientras en el primero predomina, dice, “una inclinación innata por la violencia”, en Borges prevalece lo elegíaco. Esta observación sobre el tono de tal admiración me parece particularmente certera. Así lo señala el poeta, narrador y ensayista tucumano: “En la obra de Borges, sin aventurar hipótesis en el campo de su afectividad, el culto al coraje, personificado en malevos de andar hamacado, melenas lacias y renegridas y rostros cruzados de cicatrices, es antes que nada un recurso literario para la recreación poética de aquellos personajes marginales de fines del siglo pasado y del sórdido suburbio que habitaban.”[1]
Yo aquí querría aventurar alguna hipótesis en el campo de la afectividad de Borges.
Pero antes de ello, aun a riesgo de ser digresivo, me gustaría recordar que el “sórdido suburbio” no fue una invención literaria de Borges y su generación. Más de quince años antes de que ese mundo apareciera en sus poemas, ya había hecho su irrupción en la poesía de una generación hoy prácticamente olvidada, la de los poetas postmodernistas. En efecto, ya en 1907, en el primer número de la revista Nosotros, se publica una serie de sonetos del jovencísimo Enrique J. Banchs, en los cuales pueden leerse estrofas como las que siguen:

   Chorrean las macetas recién regadas
   la pared envejecida donde un mocoso
   ha escrito un comentario libidinoso
   bajo la indiferencia de las miradas.

   Palidecen las malvas atormentadas
   por un cáncer de flores, siempre oloroso,
   y arañan el oscuro suelo leproso
   las saltarinas peonzas bien aguzadas.

   Cuatro o cinco vecinas en compañía,
   entre un chisme sabroso y un mate aguado,
   comentan las noticias de policía,

   y en el cuarto la enferma llega a creer
   que es la protagonista del libro amado
   que anteayer le prestaron en el taller.[2]

No sólo en el ritmo dodecasilábico, sino también en los personajes del soneto (el diagnóstico de la enferma seguramente fuera “tuberculosis”) y el ambiente conventillero (el poema se titula “El patio” en la revista, y cuando se publica en libro se precisa como “Rincón de patio”) habrá podido advertirse la proximidad de esta poesía con los textos que más o menos por entonces comienza a dar a conocer otro poeta argentino de esa generación de principios del siglo XX, Evaristo Carriego. El carácter exótico que por aquellos años tiene la presentación en la sociedad literaria de esos seres que en realidad habitaban a no demasiados metros del centro de la ciudad, se advierte en el modo en que son escuchados los poemas de Carriego por la crítica de la época. Cuando Evaristo Carriego murió, la revista Nosotros publicó una serie de discursos y artículos en su homenaje. En la “Nota de la Dirección”, indudablemente escrita por Roberto Giusti, se señalaba que el autor de La canción del barrio, “aunque escribía en castellano, gozaba de la fama honda y extendida de los poetas dialectales.”[3] Si bien en esta nota la referencia a la condición “dialectal” de Carriego alude a la difusión de sus versos, que “habían entrado con Caras y Caretas en todos los hogares”[4], en otras páginas anteriores, de su libro Nuestros poetas jóvenes (1911), Giusti ya había comparado a Carriego con los poetas dialectales. No había en esto disminución valorativa: el crítico puntualizaba que “en el día de hoy existen pocos poetas más poetas por antonomasia que los dialectales”, ya que “entre su canto y la cosa cantada no se interpone la literatura, esa lente que deforma la realidad, y nos la hace ver y sentir como ya otros la han visto y sentido”. Y concluía, con intuición brillante, que como toda intuición reveladora tiene un alcance mayor aún del que tal vez le diera conscientemente el autor: “Sin ser poeta dialectal, cuando Carriego canta el suburbio, lo parece. Y esa es su originalidad.”[5]
Quince años más tarde, en otras lúcidas y entrañables páginas de “recuerdos y divagaciones”, donde Roberto Giusti hacía un repaso memorioso de “Veinte años de vida literaria” —tal era el título del trabajo— con motivo del vigésimo aniversario de la aparición de Nosotros, el crítico recordaba las noches de verano en que vagaban con Carriego por la ciudad y se sentaban en algún banco de plaza a escuchar al poeta decir sus versos y contar anécdotas del suburbio... Pero mejor escuchemos de su propia voz las palabras con que el ensayista evoca la figura luctuosa de Carriego y el efecto que producían en ellos —admiradores poco más que adolescentes— sus historias de arrabal:

Salíamos del café de los Inmortales, barato refugio de bohemios y desocupados, dejábamos detrás de nosotros la calle Corrientes, ya rumorosa, y lentamente, por Suipacha, subíamos hasta la plaza San Martín. Éramos tres, éramos cuatro, pocas veces más. En el grupo iba Carriego, movedizo y parlanchín. Acomodados en un banco, el poeta se sentaba en medio y nos decía sus versos que murmuraban en mi corazón dulcemente. Él todavía no había publicado Misas herejes. Jóvenes, ingenuos, sentíamos cierta turbación ante aquel magro poeta de ojillos hurgadores, siempre trajeado de negro, que vivía en el arrabal, al que nunca pisábamos, y conocía su alma. Evocaba Carriego las obreritas tísicas, las novias burladas, las dolientes Margaritas, los niños sin madre, los patios de vecindad, los quejumbrosos organillos, los bailes, los velorios, los guapos, los lugares de perdición, su carne de presidio y de hospital. Hombres del centro, le escuchábamos encantados, como si nos contase fábulas de un lejano y extraño país, mientras debajo de nosotros, sobre Santa Fe, los coches rodaban con sordo y monótono rumor y sus luces se perseguían en dirección a Palermo.[6]

En esta nostálgica evocación (los apuntes tomados de la experiencia vivida deberían ser inseparables de la crítica, al menos aquélla sobre autores contemporáneos) se vuelve patente lo que el jovencísimo ensayista y director de Nosotros había intuido vagamente tres lustros atrás, cuando había definido a Carriego como un poeta dialectal del suburbio.
Según nos dejan adivinar parecidos recuerdos de quienes conocieron personalmente a Carriego (Vicente Martínez Cuitiño, Álvaro Melián Lafinur, Juan Mas y Pi, Marcelino del Mazo, Jorge Luis Borges, etc.), el poeta tenía plena conciencia de su valor y del carácter singular de su recreación poética del suburbio. En efecto, como observaba Daniel Freidemberg en clave borgesiana, después de haber cultivado un modernismo de imitación, el autor de La canción del barrio había descubierto quién era al descubrir cuál era la entonación más propia de su voz y el mundo que esa voz había de animar en sus versos. Así como el poeta rigurosamente vestido de negro debía percibir nítidamente la impresión que sus relatos arrabaleros producían en aquellos jóvenes literatos que jamás habían salido del “centro” ciudadano, así también debía ser consciente del efecto que sus poemas proyectaban en un contexto literario que aún levantaba sus escenografías un poco decadentes en torno del centro modernista. No podía ignorar, por cierto, que sus historias suburbanas también eran leídas como “fábulas de un lejano y extraño país” —fábulas, sin embargo, nacidas de la más concreta experiencia de vida, lo cual intensificaba su eficacia persuasiva— y de algún modo excavaba en el exotismo de las orillas como quien ha encontrado un tesoro en el patio de atrás de su casa. De allí que Carriego pudiera ser comparado en la época con un poeta dialectal, aunque escribiera en el mismo idioma: su exotismo de las cercanías ignoradas es esencialmente diverso, pero equivalente, al del exotismo modernista de las lejanías.
Ahora bien, la “operación” fundamental que cumple Baldomero Fernández Moreno pocos años más tarde, ya en su libro Las iniciales del misal (1915), tanto en lo que atañe a la poesía del barrio como a la del campo y la provincia, es quitarle a la expresión del tema su halo exótico. El autor de Ciudad (1917), quien ya levanta su obra sobre las ruinas del modernismo (apenas si queda algún vestigio en el título de su primer libro, como bien detectaba Borges, y en algunos materiales de construcción a los que se les da un nuevo uso), puede cantarle a los cines del suburbio, a los tranvías que llevan del centro a las afueras, a “los almacenes y las fiambrerías”, a algún “zaguán al óleo”, a un “cafetín oscuro”, a una “goteante canilla”, con la misma normalidad con que le canta al Café Tortoni, al Parque Lezama, a las vidrieras de la calle Florida, a la laguna de Chascomús, a las “doradas acacias / de agosto y de setiembre”, a los burritos de Mina Clavero o al Club Social Cosmopolita de un pueblo perdido en la provincia bonaerense.
Mientras Carriego es detallista en la caracterización del ambiente suburbano, justamente como quien trae crónicas y descripciones de “un lejano y extraño país” para satisfacer la curiosidad de quienes no lo han visto, Fernández Moreno va apuntando en breves notas —“Fachadas de ladrillos, / cercos de cinacina...”—lo que ven sus ojos a su paso por el barrio, casi con displicencia, como si apenas se propusiera recordar los trazos esenciales de un paisaje que resulta ya muy conocido tanto para él como para sus hipotéticos lectores. 
La familiaridad con que el poeta nos habla de las cosas del barrio no implica, sin embargo, una mirada que por lo acostumbrado del paisaje haya perdido su capacidad de asombro. Con tanta naturalidad como se registra la cotidianidad más prosaica (“cuatro paquetes de cigarros / y un par de números de lotería”[7]), se canta la belleza y lo maravilloso que puede brotar, en imprevista epifanía, como unas chispas mágicas al roce de los hierros más negros, de la visión habitual de los tranvías alejándose en las calles: “Es hermoso, de noche, / ver huir, calle abajo, los tranvías, / con un polvo de estrellas en las ruedas / y en la punta del trole una estrellita.”[8] 
Pues bien, esto para subrayar el hecho de que, tiempo antes de que Borges y sus compinches vanguardistas hicieran sus célebres incursiones por los barrios porteños, ya otros poetas los habían “madrugado” —para usar un término que al Borges veinteañero le gustaba emplear— en la incorporación del mundo suburbano a la poesía argentina. 
Con respecto a tales incursiones de los jóvenes literatos de los años veinte, no debe haber una recreación más divertida de aquellos episodios —además de las memorias de Carlos Mastronardi[9] y Conrado Nalé Roxlo[10]— que las páginas alusivas de Leopoldo Marechal en Adán Buenosayres. Por mi parte, debo decir que el tono zumbón que emplea Marechal para referirse a las aficiones criollistas y arrabaleras del Borges juvenil, me zumba también en los oídos cuando escucho el lenguaje afectadamente compadrito que adoptaba el autor de Fervor de Buenos Aires por aquellos tiempos, esos apócopes y síncopas y endulzamiento de la “x” en “s” (verbigracia, “incredulidá”, “trascrita” o “estendido”, en vez de “incredulidad”, “transcripta” y “extendido”), o esas “crenchas” de mujer que no dejan de sonar algo espesas y engrasadas incluso cuando las acaricia en frases galantes. Que se trataba de una afectación, semejante a los giros barrocos también abundantes en esa etapa de su obra, queda demostrado por el hecho de que desaparecerán de modo rápido e incruento, sin que esta pérdida mutilara en nada la integridad de su estilo, y la comprobación de que los textos corregidos de tales cortes y quebradas ganarán incluso en eficacia estética. 
Este período de criolledá, sin embargo, me parece que fue un aprendizaje necesario para nuestro poeta. Y aquí llegamos a la hipótesis prometida sobre la razón afectiva que pudo mover al escritor políglota, erudito y cosmopolita a sentir esa fascinación por el mundo del arrabal y del tango porteño. 
Se ha señalado el retorno a su ciudad natal como una causa biográfica, así como la herencia familiar de la amistad de Carriego. Yo creo que hay también un origen algo más hondo y lejano, que explicaría tanto la atracción por esos ambientes cuanto el tono elegíaco que advertía Hernández en las páginas mencionadas al comienzo. 
Para introducir esta hipótesis, querría que hiciéramos memoria de aquel ensayito de Borges sobre la flor de Coleridge. Como el lector recordará, Borges cita la siguiente frase de Coleridge: “Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano... ¿entonces, qué?” Casi sin darle importancia a su acotación, con esa sutil percepción de la entraña existencial que palpita en toda literatura, Borges comenta: “Detrás de la invención de Coleridge está la general y antigua invención de las generaciones de amantes que pidieron como prenda una flor”[11]
La interpretación de esta mágica flor puede ser doble, por lo menos. La primera acepción se la debo a mi padre, quien recientemente, en una charla sobre estas cuestiones, me hizo notar que esa flor que sobrevive luego del paso por el Paraíso podría vincularse con el despertar de una experiencia amorosa: una vez que se ha salido del ensueño en que se vive mientras se está enamorado, quedan los vestigios del encantamiento del amor (una carta manuscrita, un anillo, un pañuelo, una flor entre las páginas de un libro...), pero el aroma que les daba sentido se ha perdido. Son el signo, sin embargo, de que el Paraíso existió. 
La segunda interpretación es más general. Creo que es posible relacionar esa experiencia con la condición misma de la vida, sometida al tiempo. En efecto, el tiempo transforma lo vivido en algo parecido a un sueño, nos hace tomar conciencia de que, como apuntó para siempre Shakespeare, estamos tejidos de la misma sustancia de los sueños. Quien haya vuelto alguna vez a la casa de su niñez, y vea allí las paredes entre las cuales transcurrió su infancia, los objetos que lo rodeaban en sus juegos y sus llantos y su soledad, comprenderá esto que digo. Están los ladrillos y hasta puede persistir el color de las paredes, están algunos muebles y la parra sobre el patio del medio, pero todo eso ya no es sino un vestigio, a punto de esfumarse, de ese mundo irremediablemente extinguido, como esas inscripciones borrosas que el visitante vislumbra sobre los muros de Pompeya. 
Pensemos ahora en el niño que fue Borges, quien vivió su infancia, como él mismo confiesa, entre las verjas de un jardín de Palermo, entre los libros de la biblioteca paterna. Detrás de esas verjas, lejos del ámbito protegido de esa biblioteca, estaba la zona penumbrosa y peligrosa del barrio. Recién cuando el niño ese tuvo que ir a la escuela pública, entró en contacto con seres que venían de tal región oscura, con otros chicos que hablaban un lenguaje que no entendía —ese modo de hablar arrabalero que luego iba a imitar— y que le propinaban golpes que él no podía devolver. Tal vez comenzaba entonces a formarse en ese niño introvertido y vacilante el temor de la cobardía y la fascinación por los confines, próximos sin embargo, de los que procedían aquellos otros chicos mal hablados y pendencieros, que hacían un culto del coraje y la violencia física. 
Años más tarde, cuando Borges, recién salido de una adolescencia europea también retraída, vuelva a Buenos Aires, la búsqueda de internarse en aquella zona del riesgo y las pasiones oscuras tendrá el carácter de un verdadero aprendizaje, de un viaje de formación a esas comarcas a la vez próximas y lejanas a su propio mundo. Intentará entonces, como quien dice, saltar las verjas de la casa de su infancia, para acceder al espacio de la madurez, de la hombría. Por eso le atraerán las milongas de los primeros años del siglo, aquellas “donde está la valerosa / chusma que pisó esta tierra, / la que doblar no pudieron / perra vida y muerte perra, / los que en el duro arrabal / vivieron como en la guerra”[12], y no en cambio los tangos “quejosos, lacrimosos”, que Borges identifica con la decadencia del tango: “Una cosa es el tango actual —deslindaba el poeta—, hecho a fuerza de pintoresquismo y de trabajosa jerga lunfarda, y otra fueron los tangos viejos, hechos de puro descaro, de pura desvergüencería, de pura felicidad del valor”[13]
La añoranza de esa “pura felicidad del valor”, “el recuerdo imposible de haber muerto / peleando, en una esquina del suburbio”[14], esa felicidad negada para el hombre Borges, es por cierto la que lo lleva a admirar a aquellos compadres o compadritos del barrio ―que en verdad deben haber sido personajes bastante lamentables, más dignos de lástima o desdén que de admiración. Si ya ese destino imposible puede justificar el tono nostálgico, me parece que más aún motiva el acento elegíaco la evidencia de que ese mundo que Borges busca rescatar a través de la imaginación y el merodeo poético de los suburbios pertenece a un territorio inexplorado allá en su pasado. Memoria y aventura, ternura del ayer y expectativa del mañana parecen decir los versos de ese “Soneto para un tango en la nochecita”, probablemente escrito por Borges hacia 1926:

       ¿Quién se lo dijo todo al tango querenciero
       cuya dulzura larga con amor se detuvo
       frente a unos balconcitos de destino modesto
       de ese barrio con árboles que ni siquiera es tuyo?
       Lo cierto es que en su pena vi un corralón austero
       que vislumbré hace meses en un vago suburbio
       y entre cuyos tapiales hubo todo el poniente.
       Lo cierto es que, al oírte, te quise más que nunca.
       Arrimado a la música me quedé en la vereda
       frente a la sola luna, corazón de la calle
       y entre el viento larguero que pasó arreando noche.
       El infinito tango me llevaba hacia todo.
       A las estrellas nuevas. Al azar de ser hombre.
       Y a ese claro recuerdo que buscan bien mis ojos.[15]


    Quien lee este poema no puede olvidar la similitud de la experiencia allí expresada con la experiencia que Borges rememora como ilustración de su “personal teoría de la eternidad”, al final de Historia de la eternidad. Releamos esos párrafos:

La tarde que precedió a esa noche, estuve en Barracas; localidad no visitada por mi costumbre, y cuya distancia de las que después recorrí, ya dio un extraño sabor a ese día Su noche no tenía destino alguno; como era serena, salí a caminar y recordar, después de comer. No quise determinarle rumbo a esa caminata; procuré una máxima latitud de probabilidades para no cansar la expectativa con la obligatoria antevisión de una sola de ellas. Realicé en la mala medida de lo posible, eso que llaman caminar al azar; acepté, sin otro consciente prejuicio que el de soslayar las avenidas o calles anchas, las más oscuras invitaciones de la casualidad. Con todo, una suerte de gravitación familiar me alejó hacia unos barrios, de cuyo nombre quiero siempre acordarme y que dictan reverencia a mi pecho. No quiero significar así el barrio mío, el preciso ámbito de la infancia, sino sus todavía misteriosas inmediaciones: confín que he poseído entero en palabras y poco en realidad, vecino y mitológico a un tiempo. El revés de lo conocido, su espalda, son para mí esas calles penúltimas, casi tan efectivamente ignoradas como el soterrado cimiento de nuestra casao nuestro invisible esqueleto. La marcha me dejó en una esquina. Aspiré noche, en asueto serenísimo de pensar. La visión, nada complicada por cierto, parecía simplificada por mi cansancio. La irrealizaba su misma tipicidad.[16]

   En esa esquina, que el poeta luego describe pormenorizadamente y que no difiere demasiado de la escena que presenta en el soneto alejandrino, Borges siente la evidencia de que a ese instante ya lo ha vivido treinta años atrás, es decir, antes de la fecha de su nacimiento, constatación que le trae a los labios la palabra “eternidad”. Creo que el modo en que se refiere a las inmediaciones de su barrio, como “el revés de lo conocido”, como “un confín poseído entero en palabras y poco en realidad, vecino y mitológico a un tiempo”, confirman bastante de la hipótesis que he querido señalar en estas páginas.
   Una epifanía semejante, una semejante suspensión de “la ficción del tiempo”, es la que el poeta ha convertido en palabras —palabras, creo yo, imperecederas— en otro soneto de varios años después, un poema quizá menos ambicioso en voluntad expresiva que el anterior, pero seguramente más hondo y conmovedor por la sustancia trágica que lo nutre, por el desesperado y desolado deseo de recuperar lo irrecuperable. La lluvia, aquí, es esa flor de Coleridge (Lugones dijo de ella, de la lluvia sobre el mar: “La lluvia lánguida trasciende / su olor de flor helada y desabrida...”) que nos deja en la mano el aroma del Paraíso, y que, como todo paraíso, siempre es un paraíso perdido:

Bruscamente la tarde se ha aclarado
Porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae y cayó. La lluvia es una cosa
Que sin duda sucede en el pasado.

Quien la oye caer ha recobrado
El tiempo en que la suerte venturosa
Le reveló una flor llamada rosa
Y el curioso color del colorado.

Esta lluvia que ciega los cristales
Alegrará en perdidos arrabales
Las negras uvas de una parra en cierto

Patio que ya no existe. La mojada
Tarde me trae la voz, la voz deseada
De mi padre que vuelve y que no ha muerto.[17]



Pablo Anadón
Alta Gracia, 2005

[Publicado en Clarín: Revista de nueva literatura, Ediciones Nobel, Oviedo (España), Año XI, Nº 64, 2006, y en Piedra y canto / Cuadernos del Centro de Estudios de Literatura de Mendoza, Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, 2006, Nº 11-12.] 





NOTAS

[1] HERNÁNDEZ, Juan José: “Borges y la espada justiciera”, en Escritos irreberentes, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2003, págs. 9-10.
[2] BANCHS, Enrique: “Rincón de patio”, en Las barcas (1907), Obra poética, Academia Argentina de Letras, Buenos Aires, 1981, pág. 99.
[3] “Nota de la Dirección”, en: Nosotros, Nº 43, Noviembre 1912, Año VI, tomo IX (1912), pág. 51.
[4] Ibidem.
[5] GIUSTI, Roberto F.: Nuestros poetas jóvenes, . Revista crítica del actual movimiento poético argentino, Edición de “Nosotros”, Buenos Aires, 1911, págs. 105-106.
[6] GIUSTI, Roberto F.: “Veinte años de vida literaria. Recuerdos y divagaciones”, en Crítica y polémica. Cuarta serie, Edición de “Nosotros”, Buenos Aires, 1930, págs. 121-122.
[7] FERNÁNDEZ MORENO, Baldomero: “Barrio característico”, en Las Iniciales del Misal, Buenos Aires, 1915, pág. 38. Citamos, sin embargo, por la versión ―mejorada― presente en su Antología poética, Espasa Calpe, Buenos Aires, 1948, pág. 247.
[8] Ibidem.
[9] MASTRONARDI, Carlos: Memorias de un provinciano, Ediciones Culturales Argentinas, Buenos Aires, 1967.
[10] NALÉ ROXLO, Conrado: Borrador de memorias, Plus Ultra, Buenos Aires, 1978.
[11] BORGES, Jorge Luis: “La flor de Coleridge”, en Otras inquisiciones (1952), Obras completas, Emecé Editores, Barcelona, 1989, vol. II, pág. 17.
[12] BORGES, Jorge Luis: “¿Dónde se habrán ido?”, en Para las seis cuerdas (1965), Obras completas cit., vol. II, pág. 335.
[13] Cit. por FUMAGALLI, Monica: Jorge Luis Borges y el Tango, Abrazos books, Buenos Aires, 2004, pág. 25.
[14] BORGES, Jorge Luis: “El tango”, en El otro, el mismo, Obras completas cit., vol. II, pág. 267.
[15] BORGES, Jorge Luis: “Soneto para un tango en la nochecita” (1926), en FUMAGALLI, Monica: Jorge Luis Borges y el Tango cit., págs. 25-26.
[16] BORGES, Jorge Luis: “Historia de la eternidad”, en Historia de la eternidad, Obras completas cit., vol. I, pág. 366.
[17] Elijo aquí la versión del tercer verso que leí hace años en una lección anterior del poema: “Cae y cayó”. Luego Borges sustituyó la “y” por la “o” (“Cae o cayó”) para la edición definitiva de sus obras. Sigue gustándome más aquella otra versión.
Un antecedente de esta irrupción del pasado y la figura del padre en el presente, a través de la lluvia, es el soneto de Baldomero Fernández Moreno “Viejo Café Tortoni” (Sonetos, 1929). Quizá para Fernández Moreno (me parece más raro en el caso de Borges) estuviera viva la resonancia de otro soneto entrañable dedicado a la memoria paterna, aquel de Antonio Machado que comienza “Esta luz de Sevilla…” (Nuevas canciones, 1924).

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