miércoles, 14 de diciembre de 2011

Releyendo a Seferis en la noche





Releyendo a Seferis en la noche


Releyendo a Seferis en la noche
Después de tantos años, mientras duerme
Una joven mujer junto a tu almohada
Y entre los labios pende, ya apagada, la pipa.

Recostada a sus pies, la gata negra
Sueña también, también suspira a veces
Como si se quejara. En la ventana
Se arremolina ciego el enjambre de estrellas.

Cuánta vida perdida en estos años,
Cuánto daño que hiciste y que te han hecho,
Cuánta obra no escrita, cuánta inútil

Dispersión en el viento de la época…
Pero vuelve, más hondo ahora, su verso:
“En el fondo soy cosa de la luz”.



P.A.
Córdoba, 8-IX-2011

martes, 6 de diciembre de 2011

El ángel justiciero




Lenta, muy lentamente vamos dando forma, con todas nuestras frustraciones, con todas nuestras ilusiones, a los ángeles justicieros que un día, el día menos pensado, el día o la noche en que sueñe la razón, en un abrir y cerrar de ojos se convertirán en nuestros ángeles exterminadores. La historia moderna está sembrada de sus víctimas, pero pareciera inútil todo recuerdo, toda advertencia: ni Laocoonte ni Casandra pudieron salvar a Troya.


P.A.
Córdoba, 6-XII-11

domingo, 13 de noviembre de 2011

UNA LEJANA EPIFANÍA

Aproximación a la poesía
de Juan José Hernández





En una nota reciente, Juan José Hernández (*) recordaba la hora en que la poesía se le reveló como una especie de destino. Como quien habla consigo mismo en el silencio y en la soledad, el poeta se nombra en segunda persona del singular; dice: “Una noche de verano, para refrescar tu habitación, que daba a la calle, abriste de par en par las puertas del balcón. Los naranjos de la vereda habían florecido. Llovía a cántaros. Acodado en el balcón, mientras la lluvia te empapaba la cara, cerraste los ojos y aspiraste con fruición el olor de los azahares tucumanos. De pronto, a través de los sentidos, pudiste vislumbrar la plenitud inefable de la poesía; su música y su espacio intemporal. A partir de aquella lejana epifanía, escribes tus poemas en cualquier lugar: en un café de la Avenida de Mayo, como Carlos Mastronardi; en los ojos de un gato, como Baudelaire; en una pizarra de escolar, como Alejandra Pizarnik, o en una choza de paja en el trópico, a orillas del Orinoco, como Enrique Molina.” [1]

En este episodio, que el autor define como “en apariencia intrascendente”, pero que ―agrega― “cambió (su) vida”, podemos ver cifradas varias cosas, a través de las cuales es posible comenzar a adentrarse en el universo de su poesía. Una de estas dimensiones, la más evidente, tiene que ver con el espacio en que se produce la revelación: se trata de un lugar familiar, conocido: la casa, la calle de la provincia natal. Aunque el poeta diga más adelante que puede escribir sus poemas en cualquier sitio, incluso en una choza de paja junto al Orinoco, lo cierto es que su escritura es poco proclive a las excursiones exóticamente tropicales o polares que sean [2]. Más bien diríamos que la suya es una musa sedentaria, casi como esas mujeres tucumanas recordadas por el autor, que pasan las horas vivibles de la tarde de verano aposentadas en las sillas sobre la vereda. No hace falta una exploración demasiado difícil para descubrir que el axis mundi, el ombligo terreno de la obra de Hernández, se encuentra en la ciudad de Tucumán. Allí se produjo la primera epifanía, y hacia allí vuelve obsesivamente la imaginación del poeta. Es la tierra del mito, para decirlo en los términos con que Pavese buscó entender esa atracción por el lugar de donde mana la fuente de imágenes de la propia escritura. Hernández lo ha confesado en diferentes ocasiones: “Toda mi obra tiene que ver con Tucumán.” [3]

En este sentido, puede llamárselo un “poeta arraigado”, según la designación de Dámaso Alonso. Ahora bien, estas raíces en realidad se hunden en una tierra imaginaria, la Tucumán que el poeta lleva consigo desde que se alejó de ella en los primeros años de su juventud. Su destino poético, en este aspecto, es semejante al de otros provincianos universales, como Carlos Mastronardi, por ejemplo. El crítico capitalino Jorge Monteleone, en el comentario sobre Desiderátum, el volumen que reúne toda la obra poética de Hernández, ha señalado: “La luz tucumana corresponde al resplandor de la nostalgia, a la siesta provinciana donde transcurre la infancia.” [4]

Sobre la presencia de la infancia y sobre la nostalgia provinciana en la poesía de Hernández, motivos recurrentes en la crítica sobre su obra, habría que hacer algunas observaciones. Con respecto de la primera, el poeta mismo ha recordado la frase según la cual “el hombre escribe pero es el niño el que le dicta” [5]. Me parece, sin embargo, que en su caso quien sopla al oído las palabras no es el niño, sino el adolescente. La matriz del sentimiento del mundo es aquí la de la adolescencia. Como Cernuda, un autor con el cual nuestro poeta tiene ciertas afinidades, Hernández podría afirmar: “Cuando la muerte quiera / Una verdad quitar de entre mis manos, / Las hallará vacías, como en la adolescencia / Ardientes de deseo, tendidas hacia el aire.” [6] De hecho, la epifanía que inicia el comienzo de la vocación literaria, como recordábamos al comienzo, tiene las características de una experiencia propia de la adolescencia: el asombro poético, la irrupción, en medio del “primer hastío en el salón familiar”, para decirlo a lo Machado, de “la plenitud inefable de la poesía” que llega a través de la fruición de los sentidos: la noche de verano, la lluvia que salpica la cara, el olor denso y sensual de los azahares florecidos en la calle, la poderosa inocencia del mundo. El niño no tiene estas epifanías, o mejor dicho, las vive a diario, pero no adquiere plena conciencia de ellas: está demasiado ocupado en la aventura de sus juegos, sus lecturas, su vagabundear por el patio y los baldíos... Ocurren, en cambio, justamente cuando el chico se ha visto ya expulsado de esa yema solar, mágica y lúdica de la infancia, y a través de ellas recupera tal unidad perdida.

En un hermoso poema de su último libro, Más allá de los Sármatas (2001), titulado precisamente “Epifanías”, vemos esta nostalgia de la consonancia profunda con las cosas, como la que suponemos que puede vivir un pájaro, un gato, un árbol, como la que nos permite experimentar la vibración del deseo. Puede leerse el texto como una suerte de contracara, quizá complemento, de “Lo fatal” de Darío (Hernández ha aprendido mucho de Darío, como todo poeta del siglo XX que se precie en lengua castellana [7]). En “Lo fatal” ese gran gozador que fue el nicaragüense envidia la presunta insensibilidad del mundo mineral y vegetal, porque la piedra y el árbol no se ven atados como el hombre a la roca de la angustia metafísica, roído su hígado por el buitre de la conciencia. En “Epifanías”, el poeta argentino no añora el anestesiamiento, sino la voluptuosa plenitud sensible:


¡Quién pudiera mirar el mundo
a través de los ojos enjoyados de un gato,

ser el palomo de buche iridiscente
que bebe agua de lluvia en la vereda,

la palmera indolente mecida por el viento
en el jardín del mediodía intacto,

o la sierpe melódica de Delmira Agustini
vibrando eterna, voluptuosamente! [8]


Personalmente, no sé cómo la pasará el palomo o verá el mundo un gato: quizás ellos también, como nosotros, tengan que sudar la gota gorda de la vida. Pero sí sé que el gozo verbal de este poema vuelve deseable la condición de ave o vegetal o félido: su delicia musical (esa combinación de alejandrinos y endecasílabos de diversa acentuación con un eneasílabo y un dodecasílabo que dan un toque de moderna disonancia al ritmo; esas rimas “casuales”; y sobre todo, esas sutiles aliteraciones... [9]) y su eficaz conjunción imaginativa de sustantivos y adjetivos, que hacen prodigioso lo más cotidiano casi sin que nos demos cuenta, permiten que la añoranza imposible de ser lo que no somos halle su realización en el espacio mágico y real del poema. En el fondo, si pensamos en la condición existencial en que pueden haber surgido las palabras de uno y otro poema, es probable que tanto “Lo fatal” como “Epifanías” tengan un parecido origen: el ansia de liberarse de las tribulaciones de la conciencia, que nos divide del mundo, nos divide de nosotros mismos y nos hace prever y angustiarnos por la muerte. Pero mientras el texto de Darío hunde el cuchillo en la llaga, lo revuelve en la herida metafísica, el de Hernández plantea, sí, el anhelo (“¡Quién pudiera...!”), que implica ya un punto de partida en la insatisfacción, pero luego se regodea hasta tal punto en la fruición de lo deseado, que la gracia de la palabra logra de algún modo el cumplimiento, nos hace olvidar su procedencia y se resuelve en pura epifanía.

También la importancia del deseo sexual vincula la obra de Hernández con la adolescencia. Paradójicamente, la sexualidad, que ha signado la expulsión del mundo encantado de la infancia, el fin de la inocencia (léase, al respecto, el cuento “El inocente”), aparece también como la fuerza primordial que restituye al hombre a la unidad con el cosmos y con la integridad edénica. Tal paradoja es recurrente en su obra, y halla su formulación más evidente en la “moraleja” del poema “Fábula antigua”, donde se recrea el mito bíblico originario y se lo remata en clave borgeana: “Arrojados del Edén / nuestros primeros padres / volvieron a encontrarlo / en la unión de sus cuerpos mortales, / en el deseo, sol carnal del presente / fugitivo y eterno. / Otro cielo no esperes, ni otro infierno.”[10]




Como en todos los poetas solares y terrestres, hay en Hernández por lo general una visión gozosa de la naturaleza, que en su mito personal asume caracteres maternales (la madre es la gran figura benéfica en su poesía, mientras que el padre se presenta como un ser inquietante, quien vuelve a su memoria en sueños que a menudo se transforman en pesadillas). Tal celebración de la naturaleza, que oscila entre el fervor dionisíaco hacia su imperio generador y la simpatía franciscana hacia el desvalimiento de los seres más humildes, no deja sin embargo de percibir el nudo ambiguo, enigmático, de su poder creador y destructivo. Así como Darío afirmaba, en el “Coloquio de los centauros”, “son formas del enigma la paloma y el cuervo”, y en “Filosofía” descubría con regocijo que “el peludo cangrejo tiene espinas de rosa” y que hay en los moluscos “reminiscencias de mujeres” [11], así también Hernández define heptasilábicamente la condición dual de la naturaleza: “Ella crea las formas / de la fascinación, / el monstruo y la belleza / con la misma pasión. // Es la fruta del huerto, / la lluvia, el aire fino. / Es la seca lascivia / del insecto dañino.” [12] De esta manera, en el mundo analógico de la poesía, lo más repulsivo puede convertirse en lo más bello, y viceversa: “Engañosamente / opalescente / la bella confusión / de lo viscoso / ¿gema o gargajo?” [13]

Más allá o más acá de su aspecto fascinante o repulsivo, de su potencia creadora o aniquiladora, el orden natural es inocente, y más aún, sagrado en su inocencia. No hay aquí un mundo caído, como en la tradición cristiana. La caída, en cambio, la fisura en la naturaleza, se ha producido con el hombre, con la brecha que ha abierta la conciencia. Así lo expresa el poeta en “El enemigo”, de lejana reminiscencia baudelaireana: “Sucede a veces / que voy cayendo lento / hacia mí mismo. // Ni triste ni contento / solo, a solas, conmigo. // Si miro alrededor / nada tiene sentido. / Un estéril sabor / borra la luz y crea / el exterminio. // Ven-tanas al jardín, / todo es fastidio / para mi estar perplejo, / desabrido. // Laberinto y espejo / yo mismo mi enemigo.” [14] De tal condición antagónica del hombre consigo mismo, con los otros hombres y con el medio natural, que parece hallar su espacio emblemático en la ciudad moderna, lo rescata la reminiscencia del esplendor solar de la provincia, que puede llegarle, como a Montale, a través de unos modestos limones. Apunta Hernández en el poema titulado justamente “Limones”: “A veces la ciudad / es una mancha / con bocinas, con ojos / de palomas lascivas / y prójimos borrosos. // Esa es la condición / humana, me digo: / el día con su carie, la caída. // Pero de la provincia / llega la salvación, / y soy raptado / por el olor de unos limones / a la luz, al color, a la alegría.” [15]




Con el retorno al tema de la provincia, querría cerrar el círculo de estas páginas. A diferencia de su admirado Mastronardi, quien desde Buenos Aires recordaba elegíacamente la luz de su provincia y buscaba perderse imaginativamente en su “fresco abrazo de aguas”; a diferencia de la mayoría de los poetas del Noroeste que lo precedieron en la generación poética del ’40, quienes adoptaron en su mayoría una actitud celebratoria del propio terruño, Juan José Hernández mantuvo con el medio provinciano una relación problemática. También aquí, en la manera en que el poeta y narrador tucumano afronta esta problemática crucial en su obra, podemos advertir otro signo de esa matriz ‘adolescente’ de su creación. En efecto, recordaba el poeta aquellos años de su primera juventud en la entrevista antes citada: “Mis padres querían mi felicidad, entonces me hablaban de compañeros míos que ya se habían recibido y habían comprado una casa y un autor y se habían casado con una muchacha preciosa. Yo no había hecho una carrera productiva, ni me había casado, ni quería una casa en el cerro para pasar los veranos. Me irritaban el clima, los perros, los niños, la gente que ponía la radio a todo volumen. Era un fastidio. Vivía en estado de frustración constante. Y también de iluminación. Esos momentos poéticos que aparecen en la adolescencia, cuando te maravillan la luz de la tarde, la fragancia de los azahares y ese olor que había cuando comenzaba la molienda en los ingenios que rodeaban la ciudad, ese olor a melaza, ese olor dulzón en el aire...” Cuando la periodista, ante tal rememoración ambigua, le señala al poeta “Iba del enamoramiento al odio en una misma tarde”, éste le responde: “Bueno, eso se llama amor” [16].

Con ese amor a la vez angustioso y luminoso me gustaría terminar esta incompleta y necesariamente breve presentación de la poesía de Juan José Hernández, a través de un poema en el que se engarzan varias cuestiones que hemos venido considerando aquí. En “Elegía” ―tal es su título― la rememoración nostálgica, expresada en las estrofas en letra cursiva, halla su contrapartida en la reflexión crítica, que opone a la idealización del sentimiento una visión irónica sobre los límites de la vida provinciana. También realiza una contraposición entre su experiencia personal y emblemas de la poesía que pudieron haber dado un consuelo, por identificación con ellos, a su discordancia con el medio donde transcurrió su infancia y adolescencia: de allí las alusiones al verso final de “Luz de provincia” de Mastronardi, a los jardines lugonianos y simbolistas en general, al ruiseñor de ascendencia petrarquista y romántica, al “Desdichado” nervaliano... Esta veta irónica, que puede llegar a ser sarcástica, casi ausente en los versos de la juventud, toma cada vez mayores proporciones en la poesía última de Hernández. Es otra nota que podemos vincular con la actitud antagonista de la adolescencia con respecto de las hipocresías y mediocridades de la sociedad, así como con esa distancia crítica que es característica de la lírica moderna, desde el Romanticismo en adelante. A menudo, los blancos de tales dardos envenenados son otros escritores, como Hemingway, Lugones, Groussac, Bianciotti, pero igualmente las imposturas propias de la sociedad burguesa y provinciana, aunque no sean exclusivas de la vida de provincia. Cuando predomina este sesgo irónico, la escritura de Hernández suele adoptar una discursividad y un prosaísmo próximos a la narrativa en versos, como en el texto dedicado al encuentro de Verlaine y Rimbaud en Stuttgart. No ocurre así en la “Elegía” que transcribimos a continuación, donde la discordancia entre la evocación nostálgica y la ironía desacralizadora del mito de la infancia, se resuelve finalmente en lirismo transfigurador, no como recuerdo idealizado, sino como vívida irrupción del pasado en el presente, quizás una suerte de anulación de la “ficción del tiempo” en un instante intemporal, con un efecto liberador semejante al del llanto (no es casual que llegue con la lluvia, agua materna, originaria) [17]:


ELEGÍA

Tu molicie más dulce que la miel
Lugones


Nocturnos aguaceros de verano,
su redoblar sonoro en los techos de cinc.
Temerosas del rayo, las mujeres
cubrían el espejo de la sala:
dalia gris de la lluvia
sesgada de relámpagos
en un tiempo y espacio
para siempre perdidos.

¿Qué añoras? ¿Una calle monótona
bordeada de naranjos?
¿La plaza de una estación de tren
donde un prócer escuálido
―melena y ceño adusto―
sigue de pie junto a un sillón de mármol?

Bajo toldos de frescura y pereza
me quedaba tendido.
Animal del deseo, sobre mi pecho su jadeo dulcísimo.

Nunca paseaste silbando entre arboledas,
ningún jardín le dio a tu alado ensueño
fácil jaula. En vez de ruiseñores
la estridente charata de vuelo sorpresivo
y el coro de coyuyos semejante a un aullido.
¿Príncipe de Aquitania?
No eras el desterrado; más bien un excluido.

¡Tantos veranos indolentes fueron míos!
Yo había descubierto
al huésped silencioso del estanque azogado,
idéntico y distinto de mí mismo.

Nocturnos aguaceros
que oyes caer, indiferente,
no en los techos de cinc
sino sobre el asfalto de una ciudad
en la que a veces te sientes extranjero.

De pronto, un anhelo quimérico
que viene del pasado
ilumina el confuso borrador del poema
y te devuelve intacta la casa de tu infancia:
agua morena de tu madre joven
que está lloviendo ahora
en un patio de baldosas rosadas.

 

NOTAS
 

* El presente ensayo fue escrito en el 2005, un par de años antes de la muerte de Juan José Hernández, en ocasión de sendos homenajes que se le hicieron en la Feria del Libro de Córdoba y en el Fondo Nacional de las Artes de Buenos Aires. Nació en San Miguel de Tucumán, en 1931 (en otras fuentes figura 1930 y 1932), fue poeta, narrador y ensayista. Es autor de los libros de poesía Negada permanencia y La siesta y la naranja (Botella al Mar, 1952), Claridad vencida (Burnichón, 1957), Otro verano (Sudamericana, 1966) y Cantar y contar (Bajo la luna nueva, 1999). Su obra poética completa se publicó bajo el título de Desiderátum (Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2001), que incluye también Versos a la provincia (1968), Ráfagas (2001) y Más allá de los Sármatas (2001), así como traducciones de Tennessee Williams, Jean Cassou, René Guy Cadou y Paul Verlaine. En narrativa publicó una novela, La ciudad de los sueños (Centro Editor de América Latina, 1971), y los libros de cuentos El inocente (Sudamericana, 1965, Premio Municipal de Narrativa), La favorita (Monte Ávila, 1977), La señorita Estrella (Centro Editor de América Latina, 1992) y la recopilación de cuentos completos Así es mamá (Seix Barral, 1996). Su obra narrativa completa se publicó bajo el título de La ciudad de los sueños (Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2004). Sus textos ensayísticos, en tanto, fueron reunidos en Escritos irreberentes (Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2003). Obtuvo los Premios Nacional y Municipal de Narrativa, el de la Fundación Dupuytren, Konex y otros, y fue becario de la Fundación Guggenheim y de la Casa de los Escritores y Traductores de Saint Nazaire. Fue colaborador de los diarios La Gaceta de Tucumán, La Nación y Clarín de Buenos Aires, así como de las revistas Proa, Diario de Poesía y Fénix, entre otras. Falleció en Buenos Aires, el 21 de marzo de 2007.

[1] Revista La Nación, domingo 28 de agosto, 2005.
[2] Lo confirma el escritor en una entrevista reciente: “Yo no puedo escribir sobre mi experiencia en el polo sur, porque nunca estuve, pero sí puedo escribir sobre esos años bellos de la infancia. Hay una frase que dice que el hombre escribe pero es el niño el que le dicta. Yo creo que en mis cuentos, en mis poesías y en la novela hay puntos de contacto, ciertas atmósferas. Uno escribe sobre dos o tres temas que son los mismos. Los míos son el desarraigo, la nostalgia por el mundo de la infancia y el deseo de libertad.” (GUERREIRO, Leila: “El presente perfecto de la infancia”, en La Nación, Suplemento Literario, 26 de diciembre de 2004, págs. 1 y 2).
[3] Ibidem.
[4] MONTELEONE, Jorge: “El fulgor lírico del deseo”, en La Nación, Suplemento Literario, 27 de enero de 2002. 
[5] GUERREIRO, Leila, “El presente perfecto de la infancia” cit.
[6] CERNUDA, Luis: Poema VII de Donde habite el olvido, en La realidad y el deseo, Fondo de Cultura Económica, México, 1996, pág. 93.
[7] Ya decía Conrado Nalé Roxlo, medio en broma medio en serio, que a los poetas habría que “tomarles un examen de Darío” (Borrador de memorias). Además de múltiples alusiones sesgadas, Hernández le dedica una simpática y afectuosamente irónica viñeta al poeta de Prosas profanas, quien en el prólogo de este libro aconsejaba al creador, crear, y que “cuando una musa te dé un hijo, queden las otras ocho encinta”: “En el lago de Managua / las Nueve Musas encinta / de tu afrancesado harén / bogan en una piragua / cuando el vaho del estío / tuesta en oro las cigarras, / amado Rubén Darío.” (“Darío”, en Más allá de los Sármatas, Desiderátum cit., pág. 20).
[8] HERNÁNDEZ, Juan José: “Epifanías”, en Desiderátum. Obra poética (1952-2001), Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2001, pág. 51.
[9] En el dominio de las aliteraciones, en las dosis justas de su administración (también su uso indiscriminado provoca, como toda ostentación, efectos contraproducentes), reside buena parte de la eficacia verbal de la poesía, en especial cuando ésta no trabaja con la métrica y la rima. A la aliteración se debe, entre otros factores (entre los cuales, particularmente el ritmo) ese impasto de la frase, esa gracia musical que nos lleva a repetirnos una y otra vez un verso.
[10] “Fábula antigua”, en Ibidem, pág. 58-59.
[11] He podido comprobar que a las mujeres suele no agradarles esta metáfora enaltecedora, pero deben recordar que para el poeta la “carne de mujer” siempre es “celeste” (“divina”, según una versión anterior del poema XVII de Cantos de vida y esperanza: “¡Carne, celeste carne de la mujer! Arcilla / ―dijo Hugo―, ambrosía más bien, ¡oh maravilla!, / la vida se soporta, / tan doliente y tan corta, / solamente por eso: / ¡roce, mordisco o beso / en ese pan divino / para el cual nuestra sangre es nuestro vino!”), y por lo tanto vuelve adorable ―también en el sentido religioso del término― incluso la húmeda y blanda consistencia del molusco.
[12] “Naturaleza”, en Otro verano (1966), Desiderátum cit., pág. 160-161.
[13] “Materia”, en Ráfagas (2001), Desiderátum cit., pág. 30.
[14] “El enemigo”, en Otro verano, Desiderátum cit., pág. 131. Resuena en este poema el eco del “heautontimoroumenos” baudelaireano, y ese “Enemigo” que para Baudelaire es el tiempo y la conciencia.
[15] "Limones", en Otro verano, Desiderátum cit., pág. 132.
[16] GUERREIRO, Leila: “El presente perfecto de la infancia” cit.
[17] También Borges ha plasmado una experiencia semejante en su soneto “La lluvia”, sólo que allí la epifanía que abre hacia ese fondo intemporal en el que pasado y presente confluyen, no está vinculada con la figura de la madre, sino del padre: “Esta lluvia que ciega los cristales / alegrará en perdidos arrabales / las negras uvas de una parra en cierto // patio que ya no existe. La mojada / tarde me trae la voz, la voz deseada / de mi padre que vuelve, y que no ha muerto.”



P.A.
Alta Gracia, 2005

[Texto leído como introducción a una lectura pública de Juan José Hernández en la ciudad de Córdoba, en agosto de 2005, y posteriormente en un homenaje al escritor, junto con Liliana Heker, en la sede del Fondo Nacional de las Artes de Buenos Aires. Fue publicado en la revista Fénix, Nº 19, Ediciones del Copista, Córdoba, abril de 2006, y hoy forma parte del libro La poesía en el país de los monólogos paralelos. Ensayos sobre poesía argentina contemporánea, Editorial Brujas, Col. “Fénix”, Córdoba, 2014, págs.. 170-178.]


jueves, 10 de noviembre de 2011

Vladimir Holan
(1905-1980)

LA RESURRECCIÓN




[Dedico la presente entrada a mi madre, Olga Anadón, quien ha copiado estos versos del poeta checo Vladimir Holan en un cuaderno donde anota a mano los poemas más queridos.]



LA RESURRECCIÓN

A Stanislav Zednicek


¿Que después de esta vida tengamos que despertarnos aquí un día
al terrible estruendo de trompetas y clarines?
Perdóname, Dios, pero me consuelo
pensando que el principio de nuestra resurrección
lo anunciará el simple canto de un gallo...
Entonces nos quedaremos todavía un momento tendidos.
La primera en levantarse
será mamá... La oiremos
encender sigilosamente el fuego,
poner sin ruido el agua sobre la estufa
y coger suavemente del armario el molinillo de café.
Estaremos de nuevo en casa.


VLADIMIR HOLAN



[De Una noche con Hamlet y otros poemas,
Traducción de Josef Forbelsky
revisada por Guillermo Carnero,
Barral Editores, Barcelona, 1970]

jueves, 20 de octubre de 2011

Guido Gozzano
(1883-1916)

TOTÒ MERÙMENI




Totò Merùmeni


I

Con su jardín inculto, sus salones, sus bellos
balcones del Seicientos cubiertos de espesura,
la Villa se diría salida de unos versos
míos, la Villa-tipo del Libro de Lectura...

Piensa en días mejores la Villa triste, piensa
alegres grupos bajo los troncos centenarios,
banquetes señoriales en una sala inmensa,
danzas en los salones que vació el anticuario...

Pero allí donde antaño llegaban los Ansaldo,
los Rattazzi, d’Azeglio, o los Oddone, clava
el freno un automóvil chirriando y corcoveando,
e hirsutos forasteros hacen sonar la aldaba.

Se oye un ladrido, pasos, cautamente se entreabre
la puerta... En un silencio de claustros o cuarteles
vive Totò Merùmeni, a solas con la madre
enferma, una canosa tía, un tío demente.


II

Veinticinco años tiene Totò, un temple altanero,
mucha cultura y gusto por obras de la imprenta,
poco cerebro, poca moral y una tremenda
clarividencia: un hijo cabal de nuestro tiempo.

No siendo rico, a la hora de “vender palabritas”
(¡ah, su Petrarca!), hacerse periodista o canalla,
Totò eligió el exilio. Y en libertad medita
sus fallas, que será mejor dejar calladas.

No es malo. Da dineros al pobre, y al amigo
le envía una canasta con fruta de estación.
No es malo. Ayuda con su redacción al niño,
al que emigra con cartas de recomendación.

Si es gélido y consciente de sí y de sus culpas,
no es malo. Es aquel bueno que escarnecía Nietzsche:
“...realmente yo me río del inepto que dice
que es bueno, porque tiene muy débiles las uñas...”

Tras el estudio grave, baja al jardín y una hora
juega con sus amigos en la amena gramilla;
son sus dulces amigos: una corneja ronca,
un gatito, una mona llamada Makakita...

 
III

La Vida no cumplió ni una sola promesa.
Él soñó durante años un Amor siempre ausente,
soñó, por su desgracia, con actrices, princesas,
y hoy es la cocinera su amante adolescente.

Cuando la casa duerme, la muchacha descalza,
fresca como una fruta húmeda de rocío,
va hasta su cuarto, lo besa en la boca, salta
sobre él, que la posee, beatífico y supino...


IV

Es que Totò no siente. Un lento mal indómito
secó las primigenias fuentes del sentimiento;
los sofismas y análisis hicieron de este hombre
lo que las llamas hacen de un edificio al viento.

Pero como las ruinas que han ardido en la hoguera
muestran irisaciones de hermosas, vivas flores,
esta alma calcinada poco a poco gotea
floraciones de exangües versos consoladores...

 
V

Así Totò Merùmeni, luego de tristes casos,
casi es feliz. Alterna rima y filosofía.
Encerrado en sí, piensa, se cultiva, ha sondeado
la vida del Espíritu, que antes no comprendía.

Porque la voz es poca, y el arte de su alma
inmenso, porque el Tiempo —¡mientras yo hablo!— se va,
Totò se está apartado, sonríe, espera en calma.
Y vive. Un día ha nacido. Un día morirá.


NOTAS

1. El nombre, Totò Merùmeni, irónicamente deformado, corresponde al título de una comedia del poeta latino Terencio, Heautontimorumenos, transcripción de un término griego que significa "el que se castiga a sí mismo". El antecedente más próximo, sin embargo, se encuentra en un poema de Baudelaire, "L'Héautontimorouménos", de Las flores del mal.
2. En la segunda sección del poema, la mención de Petrarca ("¡ah, su Petrarca!") se relaciona con el poema CCCLX de las Rime de este poeta: "Questi in sua prima età fu dato a l'arte / di vender parolette, anzi menzogne..." ["Éste en temprana edad se entregó al arte / de vender palabritas, o patrañas..."]. Petrarca alude a la abogacía (y recordemos que Guido Gozzano estudió Derecho, y abogado se define a sí mismo el yo lírico tanto en su poema "Los dos caminos" como en el célebre "La Señorita Felicita").
3. En la segunda estrofa de la segunda sección, los versos "Y en libertad medita / sus fallas, que será mejor dejar calladas" pueden relacionarse con el verso 104 del canto IV del Infierno de Dante: "parlando cose che il tacere è bello" ["hablando cosas que el callar es bello"]. También con las Rime, CIV, 28: "la vide in parte che il tacere è bello" ["la vi donde es mejor dejar callado"].
4. "Es aquel bueno que escarnecía Nietzsche": alusión al capítulo "De los sublimes", en Así habló Zarathustra.
5. En la última sección del poema, "porque el Tiempo -¡mientras yo hablo!- se va" es recreación del petrarquista "ora, mentre ch'io parlo, il tempo fugge" ["ahora, mientras hablo, el tiempo huye"], Rime, LVI, 3.
6. El último verso, "Y vive. Un día ha nacido. Un día morirá.", remite al poema "Il s'occupe" de De l'Angélus de l'aube à l'Angélus du soir de Francis Jammes: "Il est né un jour. Un autre jour il mourra."


[Versión de P. A.
Alta Gracia, marzo de 2003]






Totò Merùmeni


I


Col suo giardino incolto, le sale vaste, i bei
balconi secentisti guarniti di verzura,
la villa sembra tolta da certi versi miei,
sembra la villa-tipo, del Libro di Lettura...


Pensa migliori giorni la villa triste, pensa
gaie brigate sotto gli alberi centenari,
banchetti illustri nella sala da pranzo immensa
e danze nel salone spoglio da gli antiquari.


Ma dove in altri tempi giungeva Casa Ansaldo,
Casa Rattazzi, Casa d’Azeglio, Casa Oddone,
s’arresta un’automobile fremendo e sobbalzando,
villosi forestieri picchiano la gorgòne.


S’ode un latrato e un passo, si schiude cautamente
la porta... In quel silenzio di chiostro e di caserma
vive Totò Merùmeni con una madre inferma,
una prozia canuta ed uno zio demente.

 
II


Totò ha venticinque anni, tempra sdegnosa,
molta cultura e gusto in opere d’inchiostro,
scarso cervello, scarsa morale, spaventosa
chiaroveggenza: è il vero figlio del tempo nostro.


Non ricco, giunta l’ora di “vender parolette”
(il suo Petrarca!...) e farsi baratto o gazzettiere,
Totò scelse l’esilio. E in libertà riflette
ai suoi trascorsi che sarà bello tacere.


Non è cattivo. Manda soccorso di danaro
al povero, all’amico un cesto di primizie;
non è cattivo. A lui ricorre lo scolaro
pel tema, l’emigrante per le commendatizie.


Gelido, consapevole di sé e dei suoi torti,
non è cattivo. È il buono che derideva il Nietzsche
“...in verità derido l’inetto che si dice
buono, perché non ha l’ugne abbastanza forti...”


Dopo lo studio grave, scende in giardino, gioca
coi suoi dolci compagni sull’erba che l’invita;
i suoi compagni sono: una ghiandaia rôca,
un micio, una bertuccia che ha nome Makakita...

 
III


La Vita si ritolse tute le sue promesse.
Egli sognò per anni l’Amore che non venne,
sognò pel suo martirio attrici e principesse
ed oggi ha per amante la cuoca diciottenne.


Quando la casa dorme, la giovinetta scalza,
fresca come una prugna al gelo mattutino,
giunge nella sua stanza, lo bacia in bocca, balza
su lui che la possiede, beato e resupino...


IV

Totò non può sentire. Un lento male indomo
inaridí le fonti prime del sentimento;
l’analisi e il sofisma fecero di quest’uomo
ciò che le fiamme fanno d’un edificio al vento.


Ma come le ruine che già seppero il fuoco
esprimono i giaggioli dai bei vividi fiori,
quell’anima riarsa esprime a poco a poco
una fiorita d’ésili versi consolatori...


V


Cosí Totò Merùmeni, dopo tristi vicende,
quasi è felice. Alterna l’indagine e la rima.
Chiuso in se stesso, medita, s’accresce, esplora, intende
la vita dello Spirito che non intese prima.


Perché la voce è poca, e l’arte prediletta
Immensa, perché il Tempo —mentre ch’io parlo!— va,
Totò opra in disparte, sorride, e meglio aspetta.
E vive. Un giorno è nato. Un giorno morirà.




[Texto italiano en: Guido Gozzano, Poesie,
Introduzione e note di Giorgio Bárberi Squarotti,
Biblioteca Universale Rizzoli, Milán, 1993]

sábado, 1 de octubre de 2011

VITTORIO SERENI

LA MUCHACHA DE ATENAS





LA RAGAZZA D’ATENE


Ora il giorno è un sospiro
e tutta l’Attica un’ombra.
E come un guizzo illumina gli opachi
vetri volgenti in fuga
è il tuo volto che sprizza laggiù
dal cerchio del lume che accendi
all’icona serale.
                                    Ma qui
dove via via più rade s’abbattono
dell’ultima caccia le prede
tra le piante che seguono il confine,
ahimè che il puro
segno delle tue sillabe si guasta,
in contorto cirillico si muta.
E tu: come t’oscuri a poco a poco.
Ecco non puoi restare, sei perduta
nel fragore dell’ultimo viadotto.


*


Presto sarò il viandante stupefatto
avventurato nel tempo nebbioso.

Deboli voli, nomi inerti ormai
ad una ad una si sgranano note
per staccarsi dal coro, oscuri scorci
d’un perduto soggiorno: Kaidari,
una conca dolceamara d’ulivi
nel mio pigro rammentare — o quelle
navi perplesse al vento del Pireo.

E tutto che si prese sguardo e ascolto
confitto nella bruma è già passato.



*


Perché di tanto la ruota ha girato
oggi una flotta amica incrocia al largo,
tardi matura il frutto d’ansietà
primizia ad altri che non te,
despinís.
Chi dorme dorme nell’alta
neve lassù tra i cari morti.
Tu coi morti ti levi e in loro parli:
— Io voglio una bandiera
del mio strazio sonora
smagliante del mio pianto,
io voglio una contrada ove sia canto
lieve dagli anni verdi
l’inno che m’opprimeva,
ove l’allarme che solcò le notti
torni mutato in eco
di pietà di speranza di timore —.



*


Così, distanti, ci veniamo incontro.
E a volte sembra
d’incamminarci, despinís, nel sole
lieto anche ai vinti
nei giardini dell’Attica vivaci.

E ancora il tuo ricordo ne verdeggia.



Tradotta Atene-Mestre, autunno 1942
Africa del Nord, autunno 1944


[Vittorio Sereni, Diario d'Algeria, 1947,
in: Tutte le poesie, Mondadori, Milán, 1986]


 



LA MUCHACHA DE ATENAS


Ya el día es un suspiro
y toda el Ática una sombra.
Y así como un fulgor alumbra los opacos
vidrios que en fuga pasan
tu rostro allá abajo se irisa
junto a la aureola de la lumbre
que al icono nocturno
le enciendes.
                           Pero aquí
donde una a una, cada vez
más escasas, ya caen de la última
caza las presas, entre los arbustos
que bordean la línea del confín,
ay se corrompe el signo puro
de tus sílabas, arde en retorcido
cirílico. Y tú, cómo de a poco te oscureces.
No te puedes quedar, ya te has perdido
en el fragor del último viaducto.


*

Pronto seré el viajero estupefacto
que en el tiempo brumoso se aventura.

Débiles vuelos, nombres
que al fin ya nada significan,
gradualmente las notas se desgranan
para dejar el coro, oscuros cuadros
de un perdido paisaje: Kaidari,
un valle dulceamargo de olivares
en la pereza de mi recordar —o aquellos
barcos perplejos en el viento del Pireo.

Y todo lo que ha sido contemplado y oído
hundido en la neblina, ya es pasado.


*

Porque la rueda ya ha girado tanto
hoy una flota amiga se adentra en alta mar,
tarde madura el fruto ansiado,
primicia para otros, pero no para ti,
despinís.
Quien duerme duerme en la alta
nieve, allá arriba, entre queridos muertos.
Tú con los muertos te levantas
y en ellos hablas:
—Yo quiero una bandera
de mi dolor sonora,
brillante de mi llanto,
yo quiero una comarca en donde sea canto
leve de verdes años
el himno aquel que me ahogaba,
donde la alarma que trizó las noches
vuelva mudada en eco
de piedad de esperanza de temor.


*

Así, en la lejanía, volvemos a encontrarnos.
Y a veces nos parece
que caminamos, despinís, al sol
feliz incluso para los vencidos
en los jardines áticos, vivaces.

Y aún en tu recuerdo arde su verde.



Tren militar de Atenas-Mestre, otoño de 1942
África del Norte, otoño de 1944


[Vittorio Sereni, Diario d'Algeria, 1947,
en: Tutte le poesie, Mondadori, Milán, 1986]

 
[Nota del traductor: "despinís", en griego, señorita, muchacha.]
 
 
Versión de P. A.
Arcavàcata di Rende (Italia), 1991
Villa Dolores (Córdoba), 2011

sábado, 24 de septiembre de 2011

Eugenio Montale

DORA MARKUS





DORA MARKUS



1

Fu dove il ponte di legno
mette a Porto Corsini sul mare alto
e rari uomini, quasi immoti, affondano
o salpano le reti. Con un segno
della mano additavi all'altra sponda
invisibile la tua patria vera.
Poi seguimmo il canale fino alla darsena
della città, lucida di fuliggine,
nella bassura dove s'affondava
una primavera inerte, senza memoria.

E qui dove un'antica vita
si screzia in una dolce
ansietà d'Oriente,
le tue parole iridavano come le scaglie
della triglia moribonda.

La tua irrequietudine mi fa pensare
agli uccelli di passo che urtano ai fari
nelle sere tempestose:
è una tempesta anche la tua dolcezza,
turbina e non appare,
e i suoi riposi sono anche più rari.
Non so come stremata tu resisti
in questo lago
d'indifferenza ch'è il tuo cuore; forse
ti salva un amuleto che tu tieni
vicino alla matita delle labbra,
al piumino, alla lima: un topo bianco
d'avorio; e così esisti!


2

Ormai nella tua Carinzia
di mirti fioriti e di stagni,
china sul bordo sorvegli
la carpa che timida abbocca
o segui sui tigli, tra gl'irti
pinnacoli le accensioni
del vespro e nell'acque un avvampo
di tende da scali e pensioni.

La sera che si protende
sull'umida conca non porta
col palpito dei motori
che gemiti d'oche e un interno
di nivee maioliche dice
allo specchio annerito che ti vide
diversa una storia di errori
imperturbati e la incide
dove la spugna non giunge.

La tua leggenda, Dora!
Ma è scritta già in quegli sguardi
di uomini che hanno fedine
altere e deboli in grandi
ritratti d'oro e ritorna
ad ogni accordo che esprime
l'armonica guasta nell'ora
che abbuia, sempre più tardi.

È scritta là. Il sempreverde
alloro per la cucina
resiste, la voce non muta,
Ravenna è lontana, distilla
veleno una fede feroce.
Che vuole da te? Non si cede
voce, leggenda o destino...
Ma è tardi, sempre più tardi.


[Le occasioni, Einaudi, Torino, 1939]


Porto Corsini - Ravenna



DORA MARKUS



1

Fue donde el puente de madera
lleva en Puerto Corsini a mar abierto
y algunos hombres, casi inmóviles, sumergen
o recogen las redes. Con un gesto
de la mano indicabas la otra orilla
invisible tu patria verdadera.
Luego el canal seguimos a la dársena
de la ciudad, brillosa del hollín,
en el declive donde se estancaba
la primavera inerte, sin memoria.

Y aquí donde una antigua vida
se irisa en una dulce
ansiedad de Oriente,
tus palabras lucían como escamas
de la trilla que muere.

Tu inquietud me recuerda
los pájaros errantes que chocan con los faros
en noches de tormenta:
también es tu dulzura una tormenta,
se arremolina oculta, y son
sus momentos de calma aún más raros.
No sé cómo extenuada tú resistes
en este lago
de indiferencia que es tu corazón;
quizás un amuleto te salva, ese que tienes
junto al lápiz de labios,
la lima, el cisne: un ratón blanco,
de marfil; ¡y así existes!


2

Ya en tu Carintia
de mirtos florecidos y de estanques,
asomada a la borda ahora vigilas
la carpa que el anzuelo muerde tímida
o en los tilos contemplas, entre agudos
pináculos, variar los resplandores
de la tarde, o un destello de cortinas
que llega de escaleras y pensiones
reflejarse en el agua.

La noche que se extiende
sobre la cuenca húmeda, no trae
junto al latir de los motores
más que gemidos de ocas,
y un interior de níveas mayólicas le dice
al espejo que el tiempo ennegreció
aquel que alguna vez te vio distinta
una historia de errores impasibles
y la graba en lugares que la esponja no limpia.

¡Ah tu leyenda, Dora!
Ya está escrita, no obstante, en las miradas
de esos hombres que ostentan sus patillas
altaneras y débiles en grandes
retratos de oro, y cada vez retorna
cuando suena un acorde de la armónica
destemplada, en la hora
que se oscurece, cada vez más tarde.

Allí está escrita. El siempreverde
laurel de la cocina
aún resiste, y persiste
invariable la voz.
Ravena está lejos, destila
una fe su ponzoña, feroz.
¿Qué te pide? No puede cederse
voz, leyenda o destino…
Pero ya es tarde, cada vez más tarde.


[Las ocasiones, Einaudi, Turín, 1939]




Versión de P. A.
Córdoba, 19-23 de setiembre, 2011

domingo, 18 de septiembre de 2011

BORIS PASTERNAK

Bosque otoñal






БОРИС ПАСТЕРНАК

Осенний дес

Осенний дес заволосател.
В нем тень и сон и тишина.
Ни белка, ни сова, ни дятел
Его не будят ото сна.

И солнце по тропам осенним
В него входя на склоне дня,
Кругом косится с опасеньем
Не скрыта ли в нем заладня.

В нем топи, кочки и осины
И мхи и заросли ольхи
И где-то за лесной трясиной
Поют в селенье петухи.

Петух свой окрик прогорланит
И вот он вновь надолго смолк,
Как будто он раздумьем занят,
Какой в запевке этой толк.

Но где-то в дальнем закоулке
Прокукарает сосед.
Как часовой из караулки
Петух откликнется в ответ.

Он отзовется словно эхо
И вот, за пеухом петух
Отметят глоткою, как вехой,
Восток и запад, север, юг.

По петушиной перекличке
Расступится к опушке лес
И вновь увидит с непривычки
Поля и лаль и синь небес.




Leonid Osipovich Pasternak,
Junto a la ventana, Otoño 1913


BORIS PASTERNAK

Bosque otoñal


Está el bosque otoñal arrebujado.
Todo es sopor, sombra y silencio.
Ni ardilla ni lechuza o carpintero
Logran que se despierte de su sueño.

Y el sol que en los senderos otoñales
Se va adentrando al declinar el día
Espía cauteloso a un lado y otro
No sea que una trampa esté escondida.

Hay pantanos, montículos y líquenes,
Y unos boscajes de álamos y alisos,
Y detrás de las ciénagas del bosque
Cantan los gallos en el caserío.

Lanza un gallo, estentóreo, su llamado
Y luego, otra vez, calla largamente
Como si se quedara pensativo
Sobre el valor del canto precedente.

Pero un vecino hace quiquiriquí
Desde un rincón lejano.
Y como un centinela en su garita
Da su respuesta el gallo.

Responde como un eco, y otro gallo
A éste responde, y otro más a éste,
Y sus gargantas, cual mojones, marcan
El sur y el norte, oriente y occidente.

A ese reclamo en coro de los gallos
El bosque entreabre un claro en un extremo
Y allí descubre, cual por vez primera,
Los campos, la distancia, el hondo cielo.



Versión de P. A.
Alta Gracia, 19 de febrero, 2011

domingo, 11 de septiembre de 2011

ESTUDIOS DE LA LUZ

Nota preliminar y seis poemas





Nota preliminar


“LA vida sin amor es un calidoscopio sin luz”, escribió Goethe, y son palabras que han vuelto tantas veces a mi memoria desde que las leí en la adolescencia, como un estribillo que no podemos olvidar, que ya las siento parte de mis días. Por su presencia, por su ausencia, por su ascenso o descenso, la luz es el motivo central que recorre estos poemas, de tal manera que los textos pueden ser vistos como estudios o registros de las proyecciones de la luz, tanto en un sentido concreto cuanto en aquel sentido figurado, en el extraño prisma de la intimidad poética.

Cada vez que pienso en este “oficio o arte arisco”, por una vía u otra llega a mi mente la palabra epifanía, y de hecho creo no haber escrito un solo verso sin que antes no se haya producido en mí algún tipo de experiencia epifánica, alguna momentánea interrupción del curso del vivir en un remanso o remolino que imprevistamente abría la atención hacia una dimensión hasta entonces en sombras, sumergida, de lo real. En tales momentos, lo que era turbio se descubría nítido, aunque lo que de pronto relumbrara fuera el mismo transcurrir insensato de las horas.

Extraño título, podrá pensarse, para un libro de tonalidad más bien oscura. Si bien se mira, sin embargo, incluso los poemas más sombríos poseen una cierta irisación cromática. Seguramente, como en la imaginación de Horacio Castillo, aun en el infierno haya “un arco iris que refracta la niebla”. Y ya que he mencionado el sitio por el que todo hombre que ha vivido y amado sin duda transita repetidas veces en su existencia, recordemos que cuando Dante desciende del primero al segundo círculo, afirma, con magnífica metáfora: “Io venni in loco d’ogne luce muto” (“Llegué luego a un lugar mudo de luz”). Paradójicamente, esa tenebrosa mudez deslumbra poéticamente con una inolvidable evidencia verbal. Y es tal paradoja, me parece, la que hace que valga la pena persistir en el intento de extraer un poco de materia luminosa incluso de la más compacta opacidad.


P. A.
Alta Gracia, 9 de abril, 2008



*


Seis poemas



EL RUIDO DE LA SEGADORA



De pronto el ruido de la segadora
Se ha acallado, y entonces percibimos
Que nos ensordecía. Y entreoímos
En la mente el latido de esta hora
Silenciosa del campo… Hay una hora
Así en la vida, cuando lo que fuimos
Por años, se detiene, y descubrimos
Que esa voz que se apaga y se demora
Es la nuestra. Sentado en el sillón
De mimbre viejo en el umbral de casa
He traído de nuevo al corazón
Tanta cosa querida, y en la escasa
Luz del día he rezado una oración
Por vos, por mí, por lo que fue y ya pasa.


*


RECOLECCIÓN NOCTURNA



El ruido de los frenos en la noche,
Los gritos de los hombres, el crujido
De vidrios que se rompen, algún coche
Que toca la bocina, y el sonido
De las botas que corren en la escarcha;
La máquina que zumba y que rechina,
La voz que dice “¡Vamos!”, una marcha
Y el camión ya se pierde por la esquina.
Es la hora en que pasan por aquí
A buscar la basura. Son las dos,
Y ahora hay silencio y luna y soledad.
Yo pienso en otra calle en la ciudad
Donde aún no han llegado. Pienso en vos
Y en la casa, la nuestra, en que viví.


*


NOCHES DE INVIERNO



Salvo por el talento
Ya me voy pareciendo
A esos viejos poetas orientales
Que transformaban su melancolía
En monedas de luna
Que valen lo que entonces ya valían
No obstante siglos de devaluaciones.

Salvo por el talento, digo, entonces
Me parezco en las noches
Que paso junto al halo de la lámpara
Y al calor de los leños
Tomando té y hablando
A solas con los vivos y los muertos.

De todas estas horas, ya lo sé,
En excesiva intimidad
Con el silencio,
Me queda lo que queda en el hogar
Cuando despunta el alba.
                                               ¡Pero cuánto
Que ha ardido la madera del alma en esas llamas,
Cuánto universo amado y consumido
En pensativo sueño, mientras gira
Este cielo del sur en la ventana
Hacia otros horizontes de luz y de ceniza!

Yo sé muy bien que nada
De mí puede quedar, pero en las noches
Soy un viejo poeta que amoneda
La pena y la alegría de vivir
En transitoria eternidad de luna
Que se extingue en el sol de la mañana.
No puedo pedir más, salvo el talento.


*


LA CITA


"Para empezar mi vida
estoy como a la espera de un prodigio."
Fernández Moreno


Para empezar mi vida
Estoy como a la espera de un prodigio,
Me dijiste, y no supe
Reconocer la voz
Querida del maestro
Que me hablaba en tu voz.

Me consuelo pensando que tal vez
En algo así consista
El prodigio esperado:
Escuchar las palabras más sabidas
Como si nunca antes
Hubieran sido pronunciadas.

Un prodigio, que el mundo hable de nuevo
A través de tus labios, en tu voz.


*


ENVÍO



Porque no puedo verte, ni escucharte,
Y a solas en la noche, junto al fuego,
Te extraño, es que te escribo, como un ruego
A un dios ausente, o un poema sin arte.
Las palabras no pueden alcanzarte
Pero simulo un silencioso juego
Donde lo que no digo te lo entrego
Y te acaricio en sueños, sin rozarte.
Poesía, mi vida, fuego inverso
Que devuelves el humo hacia la llama
Y la llama a su leño y a su fronda,
Vuela a su oído y dile que la ama
El hombre solitario que en la honda
Noche abraza en su ausencia el universo.



*
 
 
 
AMANECE



La luz leve del día en la ventana,
La cama con las sábanas caídas,
Libros, vasos, colillas, desvaídas
Esencias de sahumerio y marihuana.
Lentamente se enciende la mañana
En el espejo: vuelven las perdidas
Formas, desde el cristal, a sus sabidas
Dimensiones; la sombra se hace humana.
La cabellera negra en la blancura
De la almohada, una pierna entrelazada
A otra, el brazo en torno a una cintura
Y dos bocas que alientan cadenciosas…
Calla el mundo. La angustia, arrodillada,
Vela sobre las frentes silenciosas.



[De: Estudios de la luz, Poesía 2005-2007,
Editorial Pre-textos, Valencia, España, 2010]

sábado, 27 de agosto de 2011

UNA HERÁLDICA DEL UNIVERSO

Aproximación a la poesía
de Rafael Felipe Oteriño




La condición histórica, artística y existencial de la que parte y en la que se inscribe la obra poética de Rafael Felipe Oteriño , presenta características muy peculiares. Pertenece a una franja de autores que comienzan a escribir cuando todavía relumbran los últimos destellos de una concepción de la poesía que despliega su magnífica parábola entre el Modernismo y la Generación del 40 ― resplandores que hacia las décadas del 50 y del 60 ya provienen de su declinación en el horizonte poético argentino. Como muchos poetas surgidos entonces, recuerda Oteriño que en sus primeros años componía sonetos, práctica de la que persistirá sin duda el rigor de su escritura posterior, pero ya no el ideal artístico que la animaba. La obra madura del poeta se inicia, en efecto, cuando el renovado impulso vanguardista ha terminado de hacer añicos tal ideal estético en el curso de las décadas antes mencionadas.

Ahora bien, Oteriño y los poetas más significativos de su generación llegan después también de esa oleada neovanguardista. La situación de estos poetas, pues, como decía, es bastante peculiar, particularmente expuesta en diferentes órdenes. Desde un punto de vista estrictamente artístico, ya no poseen ni la fe en los seculares recursos formales de la tradición poética prevanguardista, ni tampoco el fervor de ruptura vanguardista, aunque algo conserven de ambas herencias. Desde el punto de vista ideológico, ya no comparten la confianza en ninguna ideología política mesiánica, como era más frecuente en la generación precedente, si bien tampoco se sienten especialmente a gusto en la sociedad en la que viven. Ante la tragedia histórica de los años 70, su convicción democrática, o su escepticismo, los mantuvieron por lo general al margen de las alternativas antagónicas, a menudo extremas, a menudo intolerantes, de aquel tiempo del desprecio en la Argentina. En su mayoría, podrían compartir el aserto de Stephen Dedalus: “La historia es una pesadilla de la que quiero despertar”. Tampoco los vemos demasiado proclives al entusiasmo por la ciencia o esperanzados en que el progreso tecnológico pueda llevar a un futuro mejor para la humanidad. Por otra parte, es raro encontrar en estos poetas, salvo contadísimas excepciones, algún tipo de creencia religiosa más o menos firme, aunque no falte en ellos, como puede observarse en la poesía de Oteriño, una acuciante inquietud metafísica. Esta situación no es exclusiva de nuestro país; muestra, por el contrario, notables semejanzas con la experiencia de poetas de otras naciones y lenguas. Tal vez se trate, en efecto, de una condición de época, la de la conciencia artística desamparada.

Es difícil determinar si tal condición fortalece o debilita la creación poética de nuestro tiempo. Lo cierto es que la poesía se convierte en un instrumento de indagación cognoscitiva, tan válido como el de cualquier otro tipo de conocimiento, pero una indagación en la que de alguna manera se juega el destino del mismo poeta ―y quizá incluso el de su comunidad, por indiferente que ésta sea a las revelaciones de la palabra poética. Como en el mito, esta palabra busca aferrar una verdad que elude cualquier otra formulación ―y que tal vez sea inefable por definición―, a través de una lógica imaginativa tan estricta como el álgebra, aunque a veces pueda parecer regida sólo por la arbitrariedad. A diferencia de otros saberes, sin embargo, se diría que el de la poesía no conduce necesariamente hacia la seguridad de la certidumbre, hacia una certeza asequible para todas las conciencias, sino que frecuentemente se resuelve en pura interrogación. Es que se trata, en fin, de dar cuenta de un estado de cosas, de una situación del espíritu en un determinado momento histórico. De allí que, si bien el poeta encuentra la verdad de esa experiencia excavando en su intimidad, no consiste por lo general en un conocimiento de índole personal, subjetivo, sino que trasunta el temple de una época. No debe extrañarnos, pues, que en esta poesía la sustancia autobiográfica se encuentre estilizada hasta el borde de lo irreconocible, transmutada en emblema autónomo, en cifra colectiva. Es raro que el poeta diga “yo” en estos textos: se prefiere un “nosotros” a la vez puntual e indeterminado, del tipo del que hallamos, por poner un ejemplo, en “Los hombres huecos” de T. S. Eliot (“We are the hollow men / We are the stuffed men…”). Podemos conjeturar distintas razones, además de las ya apuntadas, para explicar tal predilección por la impersonalidad expresiva (no debemos confundirla, por cierto, con impersonalidad estilística), que da a estas obras un registro objetivo y hasta cierto punto distanciado: el rechazo del confesionalismo sentimental, de un lirismo centrado en la subjetividad, tal como se lo podía encontrar aún en el neorromanticismo de la Generación del 40; la influencia de la poesía moderna anglosajona, que en cierta medida puede ser leída como una reacción antirromántica, sobre la senda abierta por la ironía simbolista (el caso de Eliot es paradigmático, así como el de otros autores, tales como Wallace Stevens, W. H. Auden o Robert Lowell, presentes en el país a través de las traducciones de Sur y en especial las de Alberto Girri y Enrique Luis Revol); la desconfianza generalizada en el período, tal vez injustamente, hacia el yo; el magisterio de Borges; etc.

Ya en una entrevista temprana, que le realizara Antonio Requeni para las páginas del suplemento literario de La Prensa, Rafael Felipe Oteriño señalaba que “como fin último la poesía es conocimiento” . Hay, en efecto, a lo largo de toda su obra, una evidente voluntad sapiencial, que se manifiesta a menudo en frases axiomáticas, juicios definitorios de lo que es o no es el mundo, la existencia, la poesía misma. Tal predisposición reflexiva pudo inducir a ver en su escritura una gravitación excesiva de la abstracción intelectual, en detrimento de la musicalidad del verso . Creo que son dos cuestiones diversas. Es sabido que incluso una obra filosófica (De rerum natura de Lucrecio, por ejemplo) o didáctica (por caso, las Geórgicas de Virgilio) puede ser escrita en formas perfectamente musicales. Entiendo que la crítica apunta más bien hacia un tono poético que elude el lirismo, las formas tradicionales del verso y la expresión inmediata de la subjetividad. La obra de Oteriño, ya desde su primer libro, Altas lluvias (1966), se encauza en versos libres, como ocurre con la mayoría de los poetas argentinos de su generación. El verso libre de Oteriño, sin embargo, no se desentiende de la preocupación por el ritmo, y contrarresta la ausencia de la rima y de las recurrencias silábicas y acentuales de las formas medidas con diversos recursos de la simetría, tales como los paralelismos, las anáforas y otros tropos iterativos. Es evidente, me parece, la atención por la forma en su escritura. En cuanto al lirismo, ya hemos visto que su poesía busca un registro impersonal, distanciado de la circunstancia individual , tal como podemos encontrar también en otros poetas de los últimos cincuenta años (pienso, entre otros, en Horacio Castillo, Rodolfo Godino, Jorge Andrés Paita…). En mi opinión, la presencia de frases que tienen el carácter de apotegmas filosóficos (del tipo de “el espíritu, por oposición, / a medida que crece se adelgaza, / tiende a desaparecer de lo visible” ), puede ser vista desde dos perspectivas, al menos. Por un lado, en ese recorrido gnoseológico con el que se identifica la poesía, es posible leer tales sentencias como inscripciones que van jalonando esa peregrinación en busca de un sentido, a la manera de leyendas que dicen: “Aquí llegué hasta ahora, esto entendí hasta aquí”. Por otro lado, tienen una valencia formal, como esas letras o frases que algunos pintores incluyen en sus cuadros. Es la misma intención estilística de parecidos adagios que podemos encontrar en la poesía de Wallace Stevens. La conjunción, así, de estas cifras aforísticas con otras de orden imaginativo y con estructuras de sucesión narrativa o lógica, produce efectos poéticos muy interesantes, muy modernos me atrevería a decir, si la palabra no sugiere algo anacrónico (por contraposición con posmoderno), que proyectan la experiencia cognoscitiva propia en un orden general, como si el poema dejara de ser una expresión del sentir subjetivo para adoptar el alcance universal de una fórmula, de un teorema.

Si pensamos en la poesía argentina de la primera mitad del siglo XX, en poetas fundamentales como Leopoldo Lugones, Enrique Banchs, Baldomero Fernández Moreno, Rafael Alberto Arrieta, Alfonsina Storni, Jorge Luis Borges, Carlos Mastronardi, Ricardo Molinari, Raúl González Tuñón, etc., nos damos cuenta de que raramente aparece en sus obras ―a excepción de Borges― la poesía que indaga sobre la poesía misma. Esto comienza a cambiar en los autores de mediados del siglo, aunque tampoco de una manera determinante (el caso de Alberto Girri se encuentra más bien aislado en su generación). Si luego nos detenemos en las obras de poetas significativos de la segunda mitad del siglo y de las últimas décadas, tales como Alejandra Pizarnik, Raúl Gustavo Aguirre, los ya citados Castillo y Godino, Alejandro Nicotra, Mario Trejo, Ricardo H. Herrera, etc., advertimos cómo la preocupación metapoética adquiere una importancia a menudo central en su escritura. Así ocurre asimismo en la obra de Rafael Felipe Oteriño, quien ha recopilado incluso los textos dedicados a indagar en distintos aspectos de la creación poética en un libro titulado Cármenes (2003).

La dirección de este proceso podría definirse con bastante precisión a través de unos versos del italiano Valerio Magrelli: “En un tiempo, se llevaba a la página / el día transcurrido; ahora, en cambio, / se habla solamente del hablar. / Como si en el trayecto / del sentido al papel / se hubiera abierto un remolino. / Así, pasando / desde una a otra orilla / todas las mercancías se hunden / y el viajero, / olvidado ya el viaje, / sólo sabe contar del peligro sorteado.”

La razón de este desplazamiento parece clara. Tomando la metáfora de Magrelli, diría que, por una parte, el remolino se produce porque la grieta entre la experiencia y el lenguaje se ha vuelto demasiado evidente como para permitir un trasiego sosegado; por otra parte, tampoco el viaje de la poesía en sí mismo parece una travesía con una ruta y un destino medianamente previstos y ciertos ―el derrotero del alegórico Barco ebrio rimbaudiano es suficientemente aleccionador al respecto―; y, en fin, tanto el transporte como la mercancía poética carecen hoy de todo valor para la sociedad a la cual en un tiempo se destinaban los fletes, y es muy posible que, aun cuando el barco llegue al improbable puerto, nave y carga queden arrumbadas en un muelle desmantelado, pudriéndose lentamente en el vaivén de las olas, de los años, del olvido.

Vale decir: el estatuto y el sentido de la poesía se han vuelto problemáticos en el tiempo de la conciencia artística desamparada. Tal condición problemática está clara en muchos textos de Oteriño. En un poema titulado “La poesía”, y justamente dedicado a Valerio Magrelli, se cuestiona y se afirma: “Pues, salvo la Musa, / ¿quién puede decir / que esto / es un poema? // Cuando, en verdad, / no hay reglas; / cuando cada poema / crea sus propias / reglas. // Y cada poema / destruye / esas reglas. / Cada poema / es un sacrificio.” El giro ambiguo que introduce en el texto la palabra “sacrificio”, que sugiere la idea del ritual, y, etimológicamente, de la instauración de lo sagrado, como conclusión de la evidencia de que justamente no hay rito alguno (en la medida en que todo rito supone la existencia de una serie de fórmulas compartidas y transmitidas a lo largo de las generaciones por una comunidad, fórmulas y pasos rituales cuyo carácter inalterable instituye una circularidad al margen del tiempo, un orden que evoca lo eterno), me parece característico de una ambigüedad más amplia presente en la obra de este poeta y, en general, de esta hora del arte en nuestra época. Los dos términos de esta ambigüedad son, en síntesis, por un lado, la sensación o la sospecha de la inutilidad de una palabra que ya no cuenta con interlocutores ni cumple con lo que se esperaba de ella (“Arras: lo que dimos” ); por el otro, la fe, probablemente absurda, en que más allá de su destino actual, y del destino de quienes viven para crearla, vale la pena el sacrificio: “Cantábamos sin la lengua adecuada […] / ¿A quién cantábamos?, ¿con qué imágenes / y artes desconocidas cantábamos […]? // Cantábamos / con labios acostumbrados sólo a cantar; / cada vez más lejos de nuestras casas, / por calles que ni los propios padres / reconocerían. Cantábamos, ¿lo recuerdas?, / y las cabezas rodaban de los cuerpos, / aún cantando.”

Mientras en muchos de los autores contemporáneos de Oteriño, y en la abrumadora mayoría de los que le siguen, pareciera predominar la constatación desencantada del sinsentido del canto, que deviene en consecuencia, en el mejor de los casos, como se lee en “Arras: lo que dimos”, pura o mera “conciencia, examen de nuestras posibilidades / y ábaco cruel de nuestros sueños”, en este poeta la tensión se resuelve más bien en apuesta por lo que la poesía tiene de dádiva de y ofrenda a lo desconocido. Y volvemos a la cuestión del yo poético, bajo un nuevo ángulo.

El poeta lo ha dicho de distintas maneras en diversos poemas. Por ejemplo: “Ése que ríe en medio de la noche / y bebe a sorbos la leche helada del amanecer, / ése que arroja escaleras abajo el dado de su conciencia / y ensaya un paso de baile sin remordimiento […]: / ése no eres tú / aunque lo escuches parlotear en tu boca, / es la belleza del mundo cayendo sobre ti, / rozándote con dedos de araña.” O bien: “Que se abra el cielo / y del cielo caiga una letra, / que se abra la tierra / y de la tierra brote un presentimiento. / Para decir algo cierto / de este mundo incierto…” . O, en fin (las citas podrían multiplicarse): “No de la rama ni del rocío, / de la pregunta ¿flor? nace la flor, / del hambre de saberla intacta, / idea pura y, en la mano, artesanía. / Allí la encuentro, allí / su corazón late, allí escucho / su voz: lo que buscaba. / La pregunta y la flor naciendo juntas, / la palabra Yo como Universo.”

La intuición está clara, y el autor la ha razonado con nitidez meridiana en su breve ensayo “Poesía y experiencia”, que vale la pena ser citado por extenso: “De donde, a la pregunta ¿de dónde nace un verso?, podemos responderla contestando que nace de todo lo visto, vivido, intuido y recordado, pero recién a partir de una visión que ilumina bruscamente el espíritu […] y que de inmediato busca expresión mediante palabras (de lo contrario hablaríamos de experiencia mística y no de escritura poética). A esa visión el poeta la expande, le busca sentidos, intenta explayarla, saber qué hay dentro de ella […]. En definitiva: a la experiencia hay que darle forma. De la experiencia de los sentidos habremos llegado a la experiencia interior y de ésta a la experiencia de la poesía. De la peripecia del yo-biográfico a la expresión del yo-literario. De una historia singular, ignota pero verificable, a otra compartible con el lector. En el proceso, el sujeto real se habrá visto desdibujado, pero ha pasado a ser otro: una voz, la voz poética, que ya no es la voz del autor, sino el fundido de muchas otras voces, entre las que está la voz de los poetas que escribieron antes y que también ensancharon el ámbito de la experiencia de quien ha escrito la poesía.”

Este recorrido de la experiencia a la poesía, que T. S. Eliot comparaba con la mutación química conocida como catálisis en su ensayo “Tradition and the individual talent”, nos trae a la memoria también la fórmula que Rimbaud concentró en tres vocablos: “Yo es Otro”. Formas diversas de decir lo mismo: que la poesía es una radical transfiguración de la materia de vida (también es existencia lo soñado, lo imaginado, lo leído, lo nunca vivido pero sí esperado o intuido) y que la mano del poeta, cuando escribe, cede la iniciativa a una necesidad expresiva que no es estrictamente la de su yo individual. “Lengua madre” ha llamado Oteriño, heideggerianamente, a esa necesidad verbal que modula las palabras en los labios del poeta (éste, sin embargo, debe velar, con toda la atención de su conciencia crítica, porque el “barquillo de papel” llegue “a un puerto seguro” ), y le dirige una plegaria, sencilla y conmovedora, que puede ser rezada por todo poeta en trance de esterilidad creativa o descreimiento de la poesía (un escepticismo al que nos vemos tentados muchos en el estado actual de la escritura poética): “Lengua madre, ven. Desciende / de la mano de quien más gustes: / de Rimbaud, el ladrón; de Pasternak, / el traidor; de San Juan de la Cruz. / Ellos son mis amigos, me ayudan a ver; / en la oscuridad, me guían. / Me dan señas claras de que existes, / y que un día vendrás ―también a mí― / a tomarme de la mano.” Los términos con que define a Rimbaud y Pasternak, modernos virgilios, son “señas claras” de que para Oteriño el favor materno de la poesía está por encima de las eventuales miserias humanas de los elegidos, del bien o el mal que haya en sus vidas, y así la asistencia de un ladrón o un traidor, si va de la mano de Ella, puede ser tan iluminadora en la oscuridad de la época, tan salvadora, como la de un santo.

La ambigüedad que señalaba, páginas atrás, en relación con la confianza o desconfianza frente a la poesía, podemos reconocerla también en un orden más amplio. Hay, en efecto, una oscilación que recorre toda la obra de Oteriño entre dos polos, cuyo vaivén podemos ver representado en la figura de una joven en la hamaca: “El balanceo de esa joven en la hamaca / me habla de la vida: / su cuerpo pendiente de una rama; / sus manos aferradas al imperio / de un invisible azul; / los pies deslizándose en el aire / como en la tierra. // Parece el invierno con su vara de hielo; / parece el verano, tan antiguo. / Visible, invisible / ―de pie, hasta la flor más alta―, / abriendo y cerrando los ojos, / queriendo llegar. // Ese ir y venir sobre azucenas, / sobre hueso y dolor, sobre murallas, / mientras en la sombra / cabecean los ancianos, / y en la copa del árbol / habita un susurro. // […] // Todo, desde la altura, se ve, / todo, desde la altura, se aleja. / […] El balanceo de esa joven en la hamaca: / la vida y, también, la muerte, / en este rincón del parque.”

En un extremo de ese movimiento oscilatorio tenemos, emblemáticamente, “El gorrión”: “Entra sin llamar, / no camina, salta; / más que volar, se arroja. / ¿Adónde? No entiendo / sus razones. Breves / saltos que no revelan / una verdad, sino la afirmación / de ser una verdad / en sí mismo. // […] // Así lo vi yo. / Dando saltos / como quien dice “gracias”, / acuerdo con el mundo, / conciliación. / No canta, / no se exilia, / no vuela de noche. / Vuela para llegar.” Se trata, claro está, de la mitad añorada: el acuerdo con el mundo, lo que el poeta no es (el gorrión no canta, no se exilia, no vuela hacia lo imposible…), pero desearía llegar a ser: la sabiduría de aceptar lo que la vida da, por mínimo que esto sea: “Tardamos años en comprender lo mínimo: / el golpe de la piedra en el agua, / la espuma desvaneciéndose en la orilla, / la hoja que se revela al trasluz / y contagia su danza. Su abstracto jardín. / También en ellos está la mano de Dios: / más íntima, menos dolorosa, libre / de su lección moral. Dios sabe por qué.”

Lo que enseña, invisible, la mano de Dios, “libre de su lección moral” (que carga al hombre con el peso de la elección, del bien y del mal, de lo cierto y lo incierto), es lo que en otro poema Oteriño llama la “ética del agua”: “Si de la lluvia, correosa gota / en el cristal, lo ilimitado descubre… / En todo caso, sabe a quién oír. // […] En todo caso, calma otra sed. // […] En todo caso, sabe dónde ir.”

Es el Paraíso: “El Paraíso estaba aquí: en la palma de la mano. // […] // Nuevo, pequeño, temprano: / un vaso lleno de sol en labios de príncipe / (un vaso que debíamos llenar y cuidar y volver a llenar). / Estaba aquí temprano.”

Es asimismo la poesía esencial, la que se desearía que fuera, más allá o más acá de las palabras (“Libre de la carbonilla y del papel, / libre de la dicción, / libre de los veintiocho signos convencionales…” ), la que aguarda tal vez como un espacio finalmente verdadero, finalmente inocente: “Si, por fin, libre de todo, pudiera verla, / entrar a su casa como a un jardín… / […] Convencido de que lo que veo / no es un engaño, no es un error: / ni la red que fabrican los pescadores / ni el espectro de una manivela al girar.”

Extrañamente, tal vez equivocadamente, encuentro una similitud entre ese añorado ámbito incontaminado, ese jardín edénico, y un espacio que parece su exacto contrario, un lugar real, que puede visitarse en la ciudad de Venecia: “Hay, en Venecia, un sitio: Fondamenta degli Incurabili, / al que eran llevados los enfermos de peste para morir: / última estación de los que no tenían cura en Palacio. / Apartados del mundo, los incurables esperaban el mundo / en el que no habría querellas de tiempo ni lugar. // No había ninguna forma de belleza en todo eso. / Pero hoy, acunado por sus vocales abiertas, / Fondamenta degli Incurabili suena tan dulce / como decir: Casa de Descanso.”

La conclusión de este último poema nos introduce de lleno en el otro polo de la oscilación a la que aludía precedentemente: “Hoy, incurables somos nosotros: / prisioneros de una peste que nos separa del mundo, / bajo la excusa de permitirnos ver más claro y más lejos…” . Pero antes de adentrarnos en este otro borde de la herida en que se desgarra la poesía de Oteriño, querría hacer algunas observaciones de tipo formal, que, por cierto, no están desligadas de las problemáticas de orden semántico (la forma ―sabemos― es el supremo contenido).

El procedimiento que encontramos en “Fondamenta degli Incurabili” podemos hallarlo asimismo en muchos otros textos del autor, ya desde sus primeros libros: se presenta una situación dada, descripta o narrada con técnica realista o imaginativa, y a un cierto punto se introduce un giro, frecuentemente precedido por una adversativa o alguna otra cláusula de contraposición, que nos hace ver lo anterior desde otra perspectiva, a menudo la del desengaño. Un modelo claro de tal estructura compositiva se encuentra en un poema de su tercer libro, Rara materia (1980), “El nadador”:


El ágil golpe de piernas, la zambullida, los brazos
girando acompasados mientras la orilla queda atrás,
demostrarían, a primera vista, felicidad,
triunfo sobre lo natural estable;
sólo que el cuerpo ignora
setenta metros de oscuras aguas debajo
y peces que ríen del esfuerzo torpe, sin dirección,
y barcos que se bambolean repitiendo: “todo vuelve a sus legítimos dueños”,
y líquenes ganados por una pereza fantasmal,
y la estrella, por fin, en el lecho que tanto buscó;
mientras en la superficie el nadador nada, nada.


Como puede observarse, los cuatro primeros versos refieren la situación aparentemente objetiva, lo que los sentidos nos inclinan a creer; luego, la fórmula adversativa “sólo que” nos lleva a considerar aquello que habitualmente desconocemos o no queremos ver, la dimensión oculta y profunda de lo real, presentada a través de procedimientos enumerativos, paralelísticos, anafóricos y polisindéticos (todos recursos muy frecuentes en la técnica poética de Oteriño, a través de los cuales el diseño intelectual se puebla de objetos, seres, sensaciones, carnalidad existencial), que se despliega entre los versos cinco y diez; en el último verso, la mirada vuelve a la superficie, y observamos nuevamente, ya con una suerte de ironía trágica (aquella por la cual, en las tragedias antiguas, el espectador sabía lo que ignoraba el personaje, quien por lo general se encaminaba a ciegas a un destino funesto), al nadador empeñado en su lucha contra “lo natural estable”, en su triunfo, vano, pareciera decirnos, como todos los triunfos humanos; el cierre del poema, por cierto, logra magistralmente una sugerente ambigüedad por medio del doble sentido de la palabra “nada”.

Está claro que el episodio del nadador, a partir de la situación concreta, se proyecta hacia una dimensión alegórica. ¿Alegoría, en este caso, de qué? Entiendo que de la ilusión del mundo de la apariencia, aquel en el que se mueven nuestros “esfuerzos torpes, sin dirección”, debajo del cual está lo verdaderamente real, aunque no podamos percibirlo. Una semejante proyección alegórica la encontramos en un poema dedicado al cisne, ese animal ya casi fantástico, que ha fascinado a los poetas con su silueta heráldica (advirtamos, no obstante, cómo el tono distanciado, voluntariamente prosaico, le imprime al motivo una renovada validez artística): “¿Qué busca el cisne / en la profundidad del lago? / Lo mismo que los hombres / en la profundidad de la mente. / Evidencias, vestigios, / de que el mundo no termina allí.” La tendencia a la alegoría es habitual en el estilo de Oteriño, como en toda poesía de preocupaciones filosóficas. George Santayana afirmaba que los poetas pueden ser adscriptos a la estirpe platónica o a la aristotélica. No hay dudas de que nuestro poeta pertenece a la primera. De hecho, me parece que el mito fundamental en su gnoseología poética es el mito platónico de la caverna, que aparece de distintas maneras en su obra y con el cual se cierra la presente antología.

Teniendo en cuenta lo anterior, resulta muy significativa la conclusión del ensayo “Poesía y experiencia”: “Se piensa y se escribe desde imágenes proporcionadas por la vida, pero no para quedarnos en ellas sino para trascenderlas: para decir otra cosa. Esto muestra algo que está en la raíz de la creación: la sensación de insuficiencia, de precariedad de lo real, de donde nace la pulsión de ir, a través de las cosas, como por un puente, hacia zonas de lo desconocido.” Desde un punto de vista estilístico, estas palabras nos permiten reconocer dos territorios en la poesía de Oteriño: los textos en los que predomina la exploración de tal “precariedad de lo real”, con un estilo más inmediato y circunstanciado, más ―justamente― realista; y los poemas donde la voz se interna en esas “zonas de lo desconocido”, con un estilo a menudo visionario, con una entonación hierática e imágenes de cuño a veces surrealista, si cabe tal denominación en un arte que nunca cede del todo la vigilancia intelectual y estética. Y están, por cierto, las composiciones que concilian ambos extremos, cumpliendo estrictamente ese adentrarse en lo ignoto, pero a través del puente de las cosas.

Las palabras citadas, si las consideramos desde el punto de vista semántico, nos devuelven a la problemática que quedó pendiente, que ahora me parece que podemos indagar enriquecidos con nuevas perspectivas. Observábamos, en efecto, que uno de los polos magnéticos de esta poesía era la búsqueda o la añoranza de un acuerdo con el mundo, la ardua sabiduría de lo mínimo esencial. Ahora bien, quien experimenta tal nostalgia es, por supuesto, alguien que siente con punzante agudeza precisamente lo contrario, vale decir, la sensación de extrañeza, de exclusión, de no pertenencia. Cuando se roza esa cuerda anímica, suelen surgir las notas más conmovedoras de la poesía de Oteriño. Los motivos que ocasionan tal laceración del vínculo con lo real, que hacen percibir dolorosamente su insuficiencia o su precariedad (uso las palabras del poeta), pueden ser variadas, pero hay algunos recurrentes.

Por ejemplo, la herida del tiempo, la fugacidad y la pérdida irremediable de lo vivido. Es, en el poema “Escrito en agua”, la infancia que se busca preservar como un amuleto contra el tiempo, pero cuyo ensalmo fracasa: la ley escrita en agua (todo se pierde, todo desaparece, como la estela en la superficie) se ejecuta sin remedio ; es lo que la mirada descubre cuando contempla el mundo: “Miras el mundo y la sentencia se cumple: / el otoño llega primero a los fresnos, / los pájaros mueren en las tormentas, / las hojas caídas alimentan la tierra, / su acumulación genera calor, / el calor apura la podredumbre.”

También, muy próximo al tema anterior, está el motivo de la extinción del amor, y con él de tanta existencia pasada y posible que encontraba en ese amor su sentido, como en el poema “La fotografía” . Y la muerte, claramente, que aparece como la prueba inapelable de que no hay otro horizonte para la existencia que la disolución. La elegía a la madre, “Ante una tumba con nombre”, es uno de los poemas más sencillos y serenos de esta obra, con la sencillez y la serenidad de las emociones que llegan desde lejos, trabajadas por el tiempo como un canto rodado, con ese doloroso pulido de lo inexorable: “Esta piedra escrita con tu nombre, / lo dice todo muy claro: la vida concluye / sin profundidad y sin extensión. / Las tibias manos terminan aquí; / las mañanas e incluso el mar / aquí se adelgazan hasta convertirse / en una breve línea de polvo y sombra. // Ahora soy yo quien no tiene consuelo: / todavía apegado a la tierra, / observo las pequeñas flores amarillas / que se inclinan hacia donde aún queda sol. / Entiendo tu miedo: sujetabas mi libertad / para que no viera estas imágenes fijas, / para que yo no empezara a morir.”

La conciencia de la fugacidad, de la pérdida, de la muerte, de la nada (“la cuota de nada que te pertenece” parece ser la sola propiedad más íntima que puede atesorar el ser expoliado de todo ), hace brotar a veces una vena lírica de purísima religiosidad escéptica, si se me permite el oxímoron: se trata de plegarias que se abren hacia la espera de lo desconocido, como en “Tomas el breve tallo” y en “Eolo” (“¡Sopla, amigo, / entre las camisas recién lavadas, sopla / hasta que llegue / el único que espero!” ), o que ruegan por que se mantenga la ilusión, la que nos distrae de la visión paralizante de la caducidad y nos impulsa a seguir viviendo, como en el admirable poema “Líneas de la mano”:


Líneas de la mano, líneas de la vida,
puntos cardinales extraviados en la piel,
les ruego que no digan toda la verdad:
si la vida será corta en extremo
afirmen que la mirada miente
y que una lectura más atenta
podría revelar
cuánto recorrerán los pies,
cuánto rogarán los labios todavía.


El anverso de la plegaria, que más bien parece una exhalación que da momentáneo consuelo, diría que es la piedad, una piedad universal, metafísica, por la naturaleza insuficiente de todo lo que es, lo que ha dejado de ser, lo que no puede ser como quisiera. Aquí se muestra desnuda, en toda su crudeza y desamparo, la conciencia moderna de la alienación del hombre ante la naturaleza y la historia, ante los otros hombres e incluso frente a su propio ser. No obstante siglos de interrogación del mundo, de exploración y experimentación, el mundo mantiene su hermetismo: vivimos entre cosas cuyo sentido desconocemos, las cosas mismas están solas y aparecen como vestigios de un secreto extraviado, como se lee en “Las cosas” . Cito completa la sección IV de “El desierto necesario”, ya que no está incluida en esta selección: “Ciencias del alma que el alma no curan, / ojos ciegos de tanto escarbar en la tiniebla, / ojos que lavan el ojo del hombre / para que dure un día más, ojos que lo visten / para que no muera de pena: piedad / por los que lloran un cielo siempre lejano, / piedad por los que lavan su pena / en un agua sin consuelo: / hay, en sus mesas, un tibio sol dormido, / hay una copa que no termina de embriagar.”

El poema clave de esta desolada experiencia, es “Robinson” . Es uno de los grandes poemas de fines del siglo XX en la Argentina, como se verá un día, cuando finalmente se disipen las humaredas críticas que oscurecen y desdibujan los perfiles del paisaje poético de las últimas décadas en nuestro país. El texto tiene un raro encanto, el encanto de la poesía distanciada (objetiva, iba a decir, pero el término se presta para confusiones penosas en el medio literario local), más común en la tradición de lengua inglesa que en la hispánica. No es el caso de la máscara poética, ya que el poeta no proyecta su voz a través de los labios del personaje de Defoe, sino que le habla a Robinson, a la manera del poema de Robert Browning “A Toccata of Galuppi’s”; pero mientras en éste la actitud del yo lírico es una mezcla de admiración, piedad e ironía hacia el destino del músico veneciano, en el texto de Oteriño lo que domina es la compasión por el náufrago en su isla. La discursividad del poema juega hábilmente con la reiteración anafórica (“Me apena verte, Robinson, / me apena ver tu silla de entretejido cordel…”; “Me apena verte ordenar la ración del día…”; “Me apena tu sombrilla, / tu casco de piel cruda…”, “adonde eres rey solo en reino solo, / adonde dices la ley y la haces cumplir”, etc.), los paralelismos (“Me apena tu entereza para durar: / más que fuerza es obstinación, / más que fatalidad, soberbia.”), los cambios de tono (“La mañana es bella, es cierto, / las hojas son anchas / como para albergar el recuerdo…”; “Cada día no es nuevo para ti, confiésalo”). La estructura es sencilla y eficaz: la afirmación del juicio compasivo, la descripción de esa vida que provoca la piedad del que habla (la mención de unos pocos objetos y costumbres sugiere mucho más de lo que explicita) y la razón por la que siente pena. Es muy lograda la alternancia de las imágenes descriptivas, concretas, y las explicaciones que proyectan la circunstancia puntual a un plano de mayor abstracción y universalidad.

No es casual, sin duda, ni indiferente, que el personaje elegido pertenezca a una novela del siglo XVIII en Inglaterra, el siglo y el país donde se manifiestan tempranamente los signos de la conciencia y de la sociedad que todavía hoy nos definen (la posmodernidad es un avatar de la época, una crisis y quizá una transición, pero no inaugura algo nuevo): Robinson, en el poema, encarna al hombre moderno, racionalista, individualista, dividido del mundo, abandonado a sí mismo. Está claro, pues, que la piedad que el poeta expresa por el personaje es también piedad de sí y de nosotros y de nuestros contemporáneos (la compasión sólo es posible con quien se nos parece): en ese “espejo partido” que el náufrago rescata de la orilla se refleja nuestro propio rostro.

El juicio es a la vez piadoso e implacable, y conmueve tanto por su parco dolor como por su severa veracidad:


Cada día no es nuevo para ti, confiésalo.
Porque no es ésta tu prisión: tu prisión eres tú mismo,
tu imposibilidad de partir el pan con otro,
de dar gracias a otro señor.

Me apena ver tu desvelo detrás de una tabla
rescatada del mar, de un espejo partido,
de la ceniza de un cabo de vela.
Porque son señales de un mundo que se deshace,
y eso no es cierto: las manos construirán otro y otro,
con fuerza irresistible y la misma unción.


[…]

Me apena verte en la isla desierta,
porque es tan extraña y sola como extraño y solo
es el mundo entero para ti,
y eso no tiene remedio
en ninguna comarca de la tierra.


En las palabras anteriores es posible ver una lograda cifra de ese segundo polo en la oscilación que señalaba entre la conformidad con el mundo y el extrañamiento del mismo. Ahora bien, en esa dialéctica que recorre la obra me parece que se manifiesta también, y va tomando una creciente importancia en los últimos libros, una síntesis en cierta medida superadora. (Digo “en cierta medida” porque no estamos hablando de un discurso filosófico, sino de poesía, y sabemos que en ella las tensiones nunca se resuelven del todo en el diseño intelectual: bastan una muerte o la caída de una hoja en la vereda, un amor o el destello del sol por la ventana, para que nazca un verso que renueva el acuerdo o desacuerdo con la vida). Se trata de una síntesis que revela plenamente la índole platónica profunda de la concepción poética de Oteriño.

Este tercer estadio en su poesía (pero tampoco hay aquí sucesión cronológica) podría llevar como epígrafe la célebre sentencia de Heráclito: “La armonía oculta es superior a la armonía manifiesta”. Presentir tal superioridad implica, por un lado, haber padecido una insatisfacción que no es tan común, que no necesariamente es vivida por todos, frente al orden habitual de la experiencia. Es lo que el poeta llama “la insuficiencia, la precariedad de lo real”, cuyas múltiples manifestaciones hemos considerado al explorar el segundo polo de tensión en esta poesía. Hay quienes tal vez nunca perciben tal insuficiencia ; hay quienes la advierten pero aceptan de modo natural esos límites, sin esperar nada que los trascienda; y hay quienes la sufren de manera tan punzante, que la misma punta aguda que los hiere se convierte en instrumento de indagación de una esfera a salvo de tal precariedad e insuficiencia. La nostalgia, así, de un acuerdo con la inocencia del mundo, que veíamos en el primer polo de atracción, cuando esa concordancia se frustra, puede transformarse en búsqueda de una inocencia ulterior, de una realidad más real.

Claramente, el mito de la caverna de Platón, en el orden gnoseológico, y en el orden metafísico su concepción de un lugar celeste donde moran las ideas, que para él son la verdadera realidad (por ello se ha hablado del realismo platónico) incontaminada de cambio, de corrupción, de muerte, tienen su origen en esa experiencia. El desgarramiento que ella produce, y su vínculo con la creación artística, podemos reconocerlo en un buen número de poemas de Oteriño. Por ejemplo, en “Los grandes maestros”: “Lo que no vieron los discípulos / es lo que los Maestros habían visto en la tela: / su propia carne desgranándose de a poco, / como los frutos de caza que también solían pintar, / mientras el pincel introducía bellotas, granadas de pulpa roja / y porcelana celeste. // Sabían, mejor que nadie, / por eso eran grandes y eran Maestros, / que Papas, Anunciaciones y Madonnas / eran estaciones, no arribos. // Un derrumbe de espejos: eso pintaban. / Rostros que, en el trajín de los cuerpos, serían sombras; / sombras / que escaparían de los cuerpos / para sobrevivir.” También, con una filiación aún más evidente en el pensamiento platónico, aparece en “La lección del maestro” el proceso de acendramiento espiritual como un progresivo desasimiento de lo temporal y finito, de lo relativo y corporal, como una liberación “de toda esclavitud, de toda carga / humana”: “A diferencia de la rosa, / que, de nacer plegada, vuelta / sobre sí misma, en unido capullo, / con los días va estirándose, / ensanchándose, / el espíritu, por oposición, / a medida que crece se adelgaza, / tiende a desaparecer de lo visible. // […] // Pero es sólo el primer paso / de una sucesión en cuyo término / está la desnudez; / cuando, perdida la rosa, / se recupera la Rosa.”

Si bien en “El orden clásico” el poeta no deja de advertir que la concepción de un orden armónico, la reducción del bosque de lo contingente y relativo a la geométrica columnata universal y eterna, “fue un episodio fugaz, / que hoy leemos en los libros de arte”, y que tampoco entonces “era confortable la tierra / ni calmo el cielo” , en otros textos, como los anteriormente citados, pareciera mantenerse aún esa ilusión fascinante, o esa fe, en el poder del arte de transfigurar la armonía manifiesta en una armonía oculta y perdurable. Así, leemos en “Mosaico bizantino”, un poema en el que resuena a lo lejos la lírica última de W. B. Yeats, la de su canto “Sailing to Byzantium”, con su esperanza de una creación que salve de la vejez y la caducidad: “La hoja de un árbol es inconmensurable, / la sombra es inconmensurable; / quien las tiene en sus manos no las posee: / mudan, se deslizan, copian al viento / y no dejan señal alguna. / Sólo en la lejanía es posible alcanzarlas: / en la refracción de los espejos, / en la corteza del jardín quemado, / en el paesaggio que se cuela por la ventana. // En el mosaico bizantino, por ejemplo, / ya no disputan su primacía entre verdes. / Perdidos peso y espesor, / perdida la consistencia; / sin rastros de corrección óptica / ni de fidelidad orgánica / ―únicamente añil y tiza sobre el plano―, / elevan desde su fondo de oro: / “ven, árbol, redúcete a escala: vive eternamente”.”

Hay un poema reciente de Oteriño, “Un cisne”, aquí publicado por primera vez, cuyo dramatismo me parece particularmente ilustrativo de estas tensiones que recorren su obra. Lo que en otros textos y autores argentinos contemporáneos puede mostrarse como una disquisición más o menos especulativa sobre la experiencia del mundo y de la vida y su transposición artística, en los que puede advertirse un sabio aprovechamiento de la lección girriana, en “Un cisne” adquiere un pathos existencial por lo general ausente en el autor de El motivo es el poema y sus herederos. El poeta recuerda un episodio vivido hace tres lustros o más: caminando a la orilla del mar (la presencia del mar es un leitmotiv de su obra y permitiría una interesante indagación temática), encontró junto a las rocas de un acantilado los restos de un cisne que había sido varado allí por la tormenta, y que, a la espera de retomar el vuelo, fue atacado y despedazado por unos perros hambrientos. De regreso en esa playa, recuerda aún la atroz hermosura de un ala, y su memoria, dice, a la vuelta de los años, resulta más nítida y poderosa que la disolución y la arrolladora brutalidad de los elementos, y aún “guarda, del cisne, su violentada espera”. En la blanca disección de esa ala abandonada, “tan perfecta, que hubiera sido justo / que levantara vuelo, aun sin rumbo”, Oteriño ve cifrada “una heráldica del universo”, un emblema de su ferocidad y su belleza. Creo que nosotros podemos ver en ella también una cifra de la conmovedora fragilidad y perdurabilidad del arte, así como en la “violentada espera” del ave una imagen del destino del poeta en nuestro tiempo.


P. A.
Alta Gracia, 15 de junio de 2008

[Texto publicado como estudio preliminar
de la antología de Rafael Felipe Oteriño
En la mesa desnuda. Poemas escogidos 1966-2008
Ediciones al Margen, La Plata, 2008]