sábado, 26 de junio de 2010

Alfonso Gatto
(1909-1976)

En ese invierno





In quell’inverno


Dicevi: basterebbe restasse tra noi
il modo di chiamarci, il modo di tacere.
Dicevi: tornerà quest’ansia di stare insieme
in ascolto di noi come del vento,
passerà il bicchiere di mano in mano…

Ora la vita non ha più contento,
nel dividerci ognuno alla sua via
che lo porta lontano.

Non è rimasto nulla, la memoria
a volte accende il fuoco, chiama le ombre
a sedere, a tacere in quell’inverno.



[De La storia delle vittime (1963-1965)]





En ese invierno


Decías: si quedara entre nosotros
un modo de llamarnos, un modo de callar,
ya bastaría. Volverá —decías—
la ansiedad de estar juntos, escuchando
nuestro silencio, el susurrar del viento,
y el vaso pasará de mano en mano...

La vida ahora ya no tiene encanto,
nos lleva a cada cual por su camino
lejos del otro.

Ya no nos queda nada, la memoria
de tanto en tanto enciende el fuego, llama
a su lado las sombras, a callar
en ese invierno.



[De La storia delle vittime (1963-1965)]


Versión de P. A.

jueves, 24 de junio de 2010

Boris Pasternak
Noche de invierno




Борис Пастернак
Зимняя ночь


Мело, мело по всей земле
Во все пределы.
Свеча горела на столе,
Свеча горела.

Как летом роем мошкара
Летит на пламя,
Слетались хлопья со двора
К оконной раме.

Метель лепила на стекле
Кружки и стрелы.
Свеча горела на столе,
Свеча горела.

На озаренный потолок
Ложились тени,
Скрещенья рук, скрещенья ног,
Судьбы скрещенья.

И падали два башмачка
Со стуком на пол.
И воск слезами с ночника
На платье капал.

И все терялось в снежной мгле
Седой и белой.
Свеча горела на столе,
Свеча горела.

На свечку дуло из угла,
И жар соблазна
Вздымал, как ангел, два крыла
Крестообразно.

Мело весь месяц в феврале,
И то и дело
Свеча горела на столе,
Свеча горела.






Boris Pasternak
Noche de invierno


Toda la tierra azota la tormenta,
Desde un confín al otro, la tormenta.
Sobre la mesa, ardía una vela,
Ardía una vela.

Así como revuelan en verano
Los mosquitos en torno de la lámpara,
Se agolpaban los copos de la nieve
Contra el panel de la ventana.

La borrasca trazaba sobre el vidrio
Flechas y círculos.
Sobre la mesa, ardía una vela,
Ardía una vela.

La lumbre proyectaba
Las sombras sobre el cielorraso.
Con los brazos cruzados, con las piernas cruzadas,
Los destinos cruzados.

Y dos zapatos con un sordo ruido
Al caer sobre el piso resonaban,
Y la cera goteaba en el vestido
Rodando como lágrimas.

Y todo en una niebla
Cana de nieve se perdía.
Sobre la mesa, ardía una vela,
Ardía una vela.

Desde un rincón un hálito sopló
Sobre la llama, y como un ángel
Alzó la fiebre de la tentación
Dos alas, con la forma de una cruz.

Duró todo febrero la tormenta,
Y sin cesar, día tras día,
Sobre la mesa, ardía una vela,
Ardía una vela.





Versión de P. A.
Alta Gracia - Córdoba,
6 de enero de 2010.

sábado, 19 de junio de 2010

Alfonso Berardinelli

LA CASA DE LA POESÍA
ESTABA LLENA DE HUÉSPEDES

─Traducción y nota introductoria
de Pablo Anadón─




El ensayista Alfonso Berardinelli ha reflexionado, en numerosos textos y con admirable lucidez, sobre la problemática condición de la poesía en nuestro tiempo. Me permito recordar a este respecto un par de largas entrevistas aparecidas en las páginas de la revista Fénix[1], donde el intelectual italiano abordaba el fenómeno desde distintos ángulos, que van de lo político y social, a lo cultural y estrictamente literario. Esta amplitud de perspectivas, así como la independencia crítica, son dos notas que caracterizan su obra, convirtiéndola en un punto de referencia importante para el análisis de la situación presente de la poesía. Su inteligencia histórica, su amplia y fina cultura poética y su libertad polémica ubican a Berardinelli en la mejor tradición de la ensayística italiana, desde Francesco De Sanctis y Benedetto Croce hasta Sergio Solmi y Pier Paolo Pasolini, pasando por Giacomo Debenedetti, quien fuera su profesor (en este caso habría que decir maestro) en la Universidad “La Sapienzia” de Roma.

En 1975, reveló la aparición de una nueva generación poética con la antología Il pubblico della poesia, compilada con Franco Cordelli. En su estudio preliminar, analizaba la evolución de la poesía italiana luego de la “literatura del rechazo” impulsada por la neovanguardia de los años ’60 y el “rechazo de la literatura” en nombre de la política y la revolución llevada adelante por el movimiento del ’68. Ya entonces, con asombrosa perspicacia, captaba los primeros signos de la nueva condición del poeta que surge —y no siempre logra distanciarse— de la sociedad de masas. Escribía, por ejemplo: “Entre el intelectual-escritor y el intelectual de masa parece tender a cero la separación por desnivel sociológico y cultural. Y una de las más visibles y embarazosas novedades en los últimos sucesos literarios italianos ya no está vinculada con la venerable figura de la antiobra, sino más bien, se diría, con la más contingente y modesta del antiautor. El fenómeno literario más interesante en acto me parece por eso definible como una tendencial disolución acelerada de la figura sociocultural e ideológica del autor”. Y asimismo: “hay que tomar conciencia de que la extensión del público de la poesía coincide aproximadamente con la de sus autores reales o virtuales. La provincia poética parece realizar así, en el vasto imperio de las actividades culturales, la utopía de una comunidad en la cual todos los lectores son también escritores, la interacción es continua y la igualdad está garantizada por el común idiotismo” [en el sentido lingüístico, valga la aclaración]. Como consecuencia de esto, “al autor de poesía le cuesta, hoy más que ayer, reconocerse y ser reconocido como tal. (...) El yo que en estos años produce textos poéticos no sólo ya no se asemeja más al de la gran tradición del siglo XX, sino probablemente tampoco al de los padres y hermanos mayores de los últimos veinte años”. Contra el fondo de esta novedosa circunstancia socio-literaria, Berardinelli trazaba entonces algunos rasgos del nuevo perfil de poeta, a manera de hipótesis, ya que, afirma, “sobre la nueva figura de autor que vemos emerger no sabemos mucho aún”. Por ejemplo, constata que “La Bildung [formación] del joven escritor se presenta cada vez más incierta, desestructurada, lacunosa”.

Si bien son numerosos los ensayos donde Berardinelli se ha ocupado de la condición de la poesía en el presente, hemos elegido traducir su sarcástico texto “La casa della poesia era piena di ospiti”, no sólo por su brevedad, sino también por su estilo genéricamente ambiguo, de un carácter incisivo, menos analítico que alegórico, próximo a la parábola o la leyenda. Sería tan absurdo disculpar su pesimismo, como disculpar la crueldad cómico-trágica de las parábolas kafkianas. Por otra parte, a veces nos resulta más estimulante, en su implacable verdad personal, la protesta siempre inoportuna del pesimista apocalíptico que la exaltación, a menudo demasiado oportuna, del ecléctico optimista. Ésta nos consuela y tranquiliza, aquélla nos provoca, nos inquieta y acucia.

Hay otra razón, por cierto, para traducir esta página más bien desesperanzadora. Quien lee con atención los principales suplementos culturales, las revistas de poesía, las antologías, la historia de la literatura que hoy se escribe en nuestro país, no puede dejar de sentir que tal pesimismo (no exento de filoso humor) se parece sospechosamente, como en las pesadillas, a un extremo realismo. Y que tal vez, en fin, como le dijo Kafka a su amigo Max Brod, “hay esperanza, infinita esperanza —pero no para nosotros”.


[1] “El poeta y el intelectual en la sociedad posmoderna”, Fénix, Nº 5, Ediciones del Copista, Córdoba, Abril de 1999, págs. 9-34, e “Izquierda y derecha en la literatura y otros temas de poesía, crítica y política”, Fénix, Nº 16-17, Octubre 2004-Abril 2005, págs. 9-34.



Alfonso Berardinelli

La casa de la poesía
estaba llena de huéspedes



A principios del siglo XXI comenzó una época (así cuentan las historias literarias) en la cual la poesía sufrió nuevas metamorfosis. Pocos se dieron cuenta. Pocos, en efecto, estaban atentos a ella y se interesaban por su destino. La poesía se había convertido, en el curso de unos pocos años, en un género literario desacreditado, en un arte sin público, en un sector editorial casi invisible. Era esta invisibilidad la que hacía que pareciera eterna, inmortal como los fantasmas.

Sólo los poetas, que se habían vuelto innumerables, frecuentaban la poesía. Sólo los poetas hablaban de ella, la nombraban continuamente, la escribían, trataban de publicarla. Existían antologías, catálogos, y hasta clasificaciones en las cuales cada poeta era valorado por el número de veces que su nombre y su fotografía aparecían en los diarios. Sin embargo, ni siquiera los profesores y los críticos literarios lograban entender qué era lo que estaba sucediendo en la antigua casa de la poesía. Ya no leían a los nuevos poetas, apenas si los conocían de nombre, pero no se sentían en falta por esto. Ignorar a los poetas contemporáneos, no comprar nunca un libro de poemas, se había vuelto normal incluso para las personas cultas y para los estudiosos de literatura.

Es verdad: la casa de la poesía estaba llena de huéspedes, repleta de autores. Se entraba, se salía, se formaban grupitos. Las puertas ahora estaban siempre abiertas, la fiesta continuaba. Cualquiera podía entrar sin invitación y sin títulos: pero una vez adentro, se descubría que no había nada de comer ni de beber, el buffet estaba vacío desde hacía tiempo, sólo quedaban migajas. Esa de allá, en el fondo, un poco a trasmano, se llamaba todavía la Casa de la Poesía, pero dónde pudiera estar la poesía, eso no era claro. Allí habían habitado (se decía) individuos famosos: pero en su mayoría ya no estaban, se habían mudado o habían cruzado la frontera de la vida. Se hablaba de ellos, se usaba su misma mesa, sus mismos sillones y divanes. Los lugares que habían quedado vacíos fueron ocupados por una multitud de recién llegados, los cuales protestaban y trataban de llamar la atención de los demás. Pero cada uno estaba concentrado en sí mismo, la atención era poca y poco sucedía.

Cada vez había más poetas, y todos estaban allí para demostrar que la Casa de la Poesía no estaba vacía, era su casa y la continuidad no se había interrumpido. Pero toda aquella gente, en aquella casa, no sabía cómo se usaban los cubiertos y los vasos, no sabía dónde encontrar la sal y el aceite, ignoraba dónde podía encontrarse exactamente el baño, el dormitorio, el living, el escritorio.

Todos los nuevos visitantes de la Casa de la Poesía estaban satisfechos por haber ingresado (las puertas estaban abiertas, los viejos propietarios habían desaparecido, y ni siquiera había quedado alguien en la portería, un crítico con saco y gorra para controlar la entrada). Pero si bien algunos de ellos, los más emprendedores, habían comenzado a comportarse como si fuesen los dueños de casa, persistía una cierta incomodidad. Todos estaban ahí, pero ninguno consideraba a alguno de los otros como un legítimo inquilino de esa casa. Todos, sonriendo y saludándose, se sentían unos ocupantes abusivos. Como los adivinos de la antigua Roma, todos estos poetas, huéspedes que nadie hospedaba, cuando se encontraban se ponían a reír. ¿Por la alegría de estar ahí? ¿O porque cada uno reconocía la propia impostura en la del otro?

Todos decían creer en la Poesía, porque ya la sola declaración de fe poética los hacía parecer poetas. Pero lo que sobre todo los mantenía unidos era el pacto de no traicionarse: ninguno jamás habría de negar al otro el título de poeta, para que nadie se lo negase a él. Lo que escribían ya no era leído. Tampoco había sido escrito para que fuera leído, sino para que se pudiera decir que había sido publicado. La poesía ausente era así una garantía para todos. Ninguno recordaba haberla visto nunca. Era un nombre. Era el Nombre de la Cosa, en ausencia de la cosa.


[De Alfonso Beradinelli, Cactus, L’ancora del mediterraneo, Roma, 2001]

martes, 15 de junio de 2010

El silencio escandido del telar
(La poesía de Mirella Muià)





Puede decirse, en términos generales, que tres voces poéticas de mujer han surgido como refracción del grito que estalló en el ‘68. Primero, la de la poesía programáticamente feminista, más preocupada a menudo por indagar la situación social de la mujer que por la concreción de una perdurable obra literaria: “La realidad —afirma de manera paradigmática la escritora Dacia Maraini en la antología Donne in poesia— es que todo discurso literario para la mujer se transforma inmediatamente en un discurso social y político. Sus contribuciones a la poesía deben ser vistos con el ojo antropológico con el que se analizan las contribuciones de los pueblos oprimidos, subdesarrollados, esclavos” (Roma, 1976, p. 32). Luego, la que mide su desencanto —la historia fue contradiciendo, una por una, las esperanzas de esos años— con lucidez, ironía y un cierto íntimo y difuso resentimiento. En tercer lugar, la que ha confiado a la poesía “el canto de su abandono” (la expresión pertenece a la Dido ungarettiana) y de su entrega a una existencia capaz aún de provocar la leopardiana ilusión, un modo todavía de atormentada o feliz inocencia. Esta última voz es la más rara, y es la que escuchamos en los poemas de Mirella Muià[1].

De la vida de esta poetisa, todo lo que habría que decir resulta demasiado, o demasiado poco. Pero tal vez valga la pena intentar un término medio, sugerir algunos trazos biográficos, no sólo porque pueden ayudarnos a distinguir mejor algunos rasgos de su obra sino porque a través de ellos podemos vislumbrar una de las fisonomías de la mujer de su generación. Su existencia, es cierto, ha estado signada por elecciones singulares y extremas, pero quizá por su misma singularidad y extremismo puedan dejarnos ver en líneas esenciales —como al trasluz las nervaduras de una hoja— el perfil de una época.

Nacida en Siderno, puerto de la Calabria sobre el mar Jónico, de un padre marinero y una madre descendiente de la vieja y venida a menos nobleza del lugar, a los tres años se trasladó con su familia a Génova, donde vivió hasta los veinte años. A esa edad decidió ir a estudiar a París. Militante comunista desde los dieciséis años, llegó a la Sorbona cuando la agitación estudiantil estaba en sus comienzos. Intervino activamente en las revueltas de mayo del ‘68, fue arrestada y debió regresar a Génova, justamente cuando también en esta ciudad se desataba el movimiento de rebeldía juvenil. Fue encarcelada nuevamente y otra vez emprendió el viaje a París. Residió en la capital francesa por más de veinte años y participó en los círculos intelectuales reunidos en torno a Sartre, Todorov, Althuser (confiesa, sin embargo, no haber dejado nunca de sentirse una planta mediterránea trasplantada en medio de la gris teoría). Desde la adolescencia escribía versos, pero por mucho tiempo —los años más fervorosos de su compromiso político— abandona la poesía: “lujo de pocos para pocos”, recuerda haber pensado. Vuelve a hacerlo luego de una profunda crisis espiritual, y sus palabras nacen de una raíz lejana: el suelo natal, el de sus padres y abuelos, el mar de las costas del sur de Italia, los hombres que parten a buscar una vida distinta en otras tierras, las mujeres que quedan esperando. Así aparece, en 1986, en edición bilingüe, su primer y único libro de poemas publicado, La Toile / La Tela y, en 1988, una novela, Portrait de père inconnu. Trabaja en París como profesora de literatura hasta que en 1987 decide regresar a su país y a su región de origen, donde actualmente vive, dedicada a la enseñanza universitaria y especialmente a la práctica —vía de ascesis y contemplación— de la pintura de íconos de acuerdo con las técnicas y el espíritu de la antigua tradición bizantina del Monte Athos.

Como puede verse a través de este esbozo biográfico, la de la poesía ha sido en Mirella Muià una vocación difícil, que ha debido sobrevivir y resurgir tenazmente entre las grietas de la ideología política planteada en términos totales y excluyentes (cuyos efectos de aridez creativa fueran denunciados por el mismo Pasolini) y de una fe religiosa no menos absolutizadora. Quizá, en última instancia, una y otra no hayan sido y sean sino formas de una misma pasión o de renuncia de sí, por los otros o por lo Otro.

La renuncia de sí, precisamente, en todos sus matices, desde los más luminosos a los más sombríos, me parece que es uno de los motivos vertebrales de su breve obra (inédita, en gran parte, por voluntad de la autora). Renuncia, privación, en la entrega amorosa, vivida sobre todo como separación y espera, que encarna en la figura dramática de la mujer que aguarda el retorno del marido marinero, en La Tela. Renuncia, luego, a la vida, cuando ésta se ve vaciada del sentido de la espera: el marinero no regresa a su mujer ni a su tierra (otra renuncia, la del hombre que abandona su suelo natal) y la esposa se encierra para siempre en su casa. Con posterioridad, las poesías que podemos considerar de naturaleza estrictamente religiosa —una religiosidad que ya está presente en La Tela, pero que se hace más acentuada y nítida a partir de los textos del ‘86—, llegan a asumir incluso un lenguaje y una simbología propia de la literatura mística cristiana, donde la búsqueda de una expresión personal queda abolida: el intento ya no reside en decir lo propio y particular, sino en plasmar, como en la práctica de la pintura de íconos, del modo más perfecto y fiel lo eterno. Los términos se invierten, pues: lo privado es vivido como privación y la renuncia de sí toma el carácter de una ascesis, un camino purgatorial y sacrificial que suele resolverse —también como en la técnica pictórica del ícono, en que se comienza con los pigmentos más oscuros para terminar, por medio de sucesivos, innumerables estratos de color, a los tonos más claros— en un sentido de luminosidad nacido de la misma sombra.

Lo constante y característico en todas estas formas es una suerte de fatalismo, la aceptación de lo que es transportado al plano de lo que debe ser, que da a menudo a los versos de esta poetisa una tersa imperturbabilidad —plena, no obstante, de presagios—. De allí que no encontremos en sus textos, a pesar de estar impregnados de sufrimiento y muerte, el lamento, la elegía, sino más bien un sentimiento trágico de la existencia, para el cual lo individual queda subsumido en la necesidad absoluta. El silencio escandido del telar, en el primer texto aquí presentado, puede ser un símbolo adecuado de esta poesía.

Silencio; remisión al destino; separación y espera; clausura; y el abandono, las costumbres pobres, antiquísimas y todavía vivas —esa virtud humilde, por ejemplo, de la hospitalidad, que Pavese confinado en Brancaleone Calabro decía que “tiene una sola explicación: aquí una vez la civilización fue griega”—; la figura femenina en sombras, aparentemente postergada, pero central; los colores de la tierra —el ocre, el verde claro de las tunas y los agaves, la retama solar, la polvorienta opacidad de los olivos, las casas arcillosas o deslumbrantes de cal, los balcones negros y rojos— y al fondo el tajo azul del mar: difícilmente encontraremos en la poesía italiana de los últimos años una obra en la cual el temple anímico del hombre (y sobre todo de la mujer) de una región y la fuente de imágenes de su naturaleza posean un valor tan nutriente y vital —siendo a la vez tan poco voluntario o programático— como en la escritura de Mirella Muià. Quizá porque su tierra ha sido por años para ella menos una presencia que una ausencia, lo cual le ha dado la libertad de madurar en la memoria y el olvido todo aquello que sus ojos habían visto en la primera infancia y que más tarde habrían de renovar y enriquecer las evocaciones de labios de su madre y las visitas estivales en la adolescencia y juventud, quizá haya sido esa libertad de la distancia la que le ha permitido armonizar en clave íntima las voces de los otros y entrelazar con hilos de historias de su gente la tela de su propia historia, un mito personal y colectivo. Así lo dice la autora en unas palabras que acompañan a los poemas —en realidad un único poema— de La Tela:

"El mito de la espera femenina, de la errancia masculina, es antiguo y universal. Pero en ningún lugar tan radicado como en el mundo mediterráneo. Sólo importa expresarlo sin colorearlo de un exotismo que en su origen no tiene. Sólo importa dejarle su cotidianidad, su claroscuro, su ritmo. Y sobre todo dejar que hablen esas voces que bastan, por sí solas, a materializarlo.
La poesía relato es también una historia antigua.
En este libro, nada ha sido simplemente inventado, todo ha sido transformado y por lo tanto reinventado. Pero estoy segura que la verdad no se les escaparía a los protagonistas, quienes podrían ser, un día, sus lectores. Estoy segura, por haberlo experimentado muchas veces: el telar, el árbol desarraigado, la partida del marino, el abandono de la mujer y su petrificación, todo esto no tiene nada de opaco."


[1] Mirella Muià nació en Siderno (Calabria), en 1947. Se licenció en Literatura Francesa en la Sorbona y en la Universidad de Génova, dedicándose a la docencia, por más de veinte años, en la capital francesa. Actualmente reside en Castiglione Cosentino (Calabria), y trabaja como Lectora de Literatura Francesa en la Universidad de Calabria. Ha publicado, en poesía, el libro La Toile / La Tela (Alidades, Le Havre, 1986), en versión francesa e italiana; Empédocle (Alidades, Le Havre, 1997), un poema narrativo, y una novela en francés, Portrait de père inconnu (Alidades, Le Havre, 1988). El resto de su obra poética permanece inédita.




MIRELLA MUIÀ

Tres poemas



La Madre (I)


quando nacqui
c’era già quel tonfo sordo:
qualcuno tesseva
non seppi mai chi
(una vicina forse
o una donna in nero
dimenticata?)
Ma non importava —
era sempre lo stesso sordo rumore
che andava e veniva
in una stanza lontana
Per anni l’ho udito
Quando nacque mia figlia
erano tutte attorno a me
Ma cercavo
che cosa mancasse:
era quel rumore sordo
Allora respinsi con le mani
il panno fresco sulla fronte
e dissi alle donne
che una andasse in una stanza lontana
e si mettesse al telaio
Così l’udii ancora
e fu di nuovo quel silenzio scandito
Mia figlia nacque
in quel silenzio


(La Tela,1986)


*

La Madre (I)


Cuando nací
ya existía ese sordo rumor:
alguien tejía,
no supe nunca quién
(¿tal vez una vecina,
una mujer de negro
olvidada?).
No importaba —era siempre
ese sordo sonido
que iba y venía
en un cuarto lejano.
Lo he oído por años.
Cuando nació mi hija
todas estaban
alrededor de mí:
yo buscaba
qué era lo que faltaba
—era ese sordo ruido.
Alejé entonces con mis propias manos
el paño fresco de la frente
y dije a las mujeres que una de ellas
fuera a un cuarto lejano
y se sentara al telar.
Fue así que volví a oírlo,
y hubo de nuevo aquel
escandido silencio.
Mi hija nació en ese silencio.


[La Tela, 1986]


*


La Madre (IV)

[...]



S’incontravano talvolta
a casa
Quando il padre era pronto
a partire
arrivava il figlio
Si salutavano
mangiavano assieme una volta
poi l’uno partiva di nuovo
e l’altro restava ancora
Io passavo il tempo
fre le valige da riempire
e quelle da svuotare
Quando tutto era finito
provavo vergogna
di sentirmi sollevata
ed ero così stanca
quando la casa restava vuota
che non pensavo a niente
Restavo per qualche giorno
seduta
con le mani sulle ginocchia


[La Tela, 1986]


*

La Madre (IV)

[...]


Se encontraban a veces
en casa
Cuando el padre ya estaba
a punto de partir
llegaba el hijo
Se saludaban
comían juntos una vez
después uno partía nuevamente
y el otro se quedaba un poco todavía
Yo pasaba los días
entre valijas por hacer
y valijas por vaciar
Cuando ya había terminado todo
me daba vergüenza
de sentirme aliviada
y estaba tan cansada
en la casa vacía
que no pensaba en nada
Me quedaba durante algunos días
sentada
las manos sobre las rodillas


[La Tela, 1986]








Dialogo


“Ti vidi giungere
dalla strada che viene dal mare
e scompare dietro le colline
La percorrevamo insieme, un tempo.
Non sei cambiata: unico mutamento
quel restringersi del corpo
simile al mio
Asciutte siamo, eppure leggere
come sassi di lava—

Posto c’è per noi due
Per dormire
a me basta questa sedia
Tu che vieni da lontano
prendi il letto:
chissà da quanto tempo non dormi
sul materasso di foglie
ma presto ti abituerai di nuovo
al fruscio leggero
Io non vi dormo più:
mi ricorda troppo il vento
nelle erbe secche
e i volti delle compagne ritornano alla mente
—ed io non voglio più ricordare
Noi dobbiamo essere pronte
come i viaggiatori che partono senza bagagli—
già il corpo è eccessiva zavorra

Ti dico
che come tu hai compiuto
un cammino a me ignoto nel mundo dov’eri
così compii il mio, sotterraneo
come l’anima del torrente d’estate
visibile solo all’erba verde
che ne segna il percorso nascosto
agli occhi di chi sa guardare
E come ti hai finito d’amare
le immagini e le parole vane,
così io mi sono allontanata
da ogni vuota memoria
da tutto ciò che è apparenza
e si muove nel vento
con un freddo brusio di gusci vuoti

(parlando,
accostava le palme l’una all’altra
sulle ginocchia
come le mani in preghiera di una statua
recise dal tempo
giacenti sulla veste bruna
come su una terra)

E anche se tu non parli
io leggo nei tuoi occhi le fiamme
di ciò che hai visto—
esse brillano come un incendio
sui vetri delle finestre
e tu pure nell’incendio hai bruciato
e forse ancora bruci—
ma di te si consuma soltanto
ciò che è destinato a perire
Forse nell’interno del paese
lontano dalla riva marina
e dal rombo del treno improvviso
esistono anime come le nostre
in segreto,
e si preparano alla morte
Noi pure siamo alla fine
e a me non dispiace partire—
ben che prosciugato
e quasi senza necessità di nutrimento
come un tronco che beve
e si contenta della profonda umidità del terreno,
questo corpo è fin troppo pesante”

(ma dai movimenti che fece alzandosi
per versare l’acqua nei bicchieri
a me parve il suo corpo
poroso e leggero come percorso d’aria—
le grida degli uccelli serali
avvolgevano la casa
in spire crescenti
come in una impalpabile rete)

“Sono tornata per morire”,
dissi allora

(dietro la casa il vento della sera
aveva traciato nel cielo luminosi solchi)


[Inedito. Parigi, dicembre 1986]


*

Diálogo


“Te vi llegar
por el camino que viene del mar
y desaparece detrás de las colinas.
Lo recorríamos juntas, una vez.
No has cambiado: tan sólo
el cuerpo que se encoge,
como el mío.
Prietas somos, pero leves
como piedras de lava.

Hay lugar para las dos.
Para dormir
a mí me basta esta silla.
Tú que vienes de lejos
toma la cama:
quién sabe desde cuándo que no duermes
sobre el jergón de hojas,
pero pronto te acostumbrarás de nuevo
al ligero crujido.
Yo no duermo más en él:
me recuerda demasiado al viento
entre los pastos secos
y las caras de las compañeras retornan a la mente
—yo ya no quiero recordar.
Nosotras debemos estar listas
como viajeros
que parten libres de equipaje:
ya el cuerpo es demasiado lastre.

Te digo
que como tú has cumplido
un camino para mí desconocido
allá en el mundo donde estabas,
así he cumplido el mío, subterráneo
como el alma del torrente de verano
sólo visible por la hierba verde
que señala su oculto recorrido
para los ojos de quien sabe ver.
Y como tú has dejado de amar
las imágenes y las palabras vanas,
así yo me he alejado
de los huecos recuerdos,
de todo lo que es apariencia
y se mueve en el viento
con un frío rumor de cáscaras vacías.
(Hablando
apoyaba las palmas
una al lado de la otra
en las rodillas
como las manos en plegaria de una estatua
cortadas por el tiempo,
yertas sobre el vestido oscuro
como sobre la tierra).

Y aunque no hables
yo leo el resplandor en tu mirada
de lo que has visto
—llamas que brillan como en un incendio
sobre los vidrios de los ventanales:
has ardido en ese fuego
y quizás ardes todavía—,
pero de ti solamente se consume
lo que está destinado a perecer.
Tierra adentro, tal vez, lejos del mar
y del fragor abrupto de los trenes
existan almas iguales a las nuestras
en secreto,
preparándose a morir.
También nosotras hemos llegado al fin
y a mí partir no me entristece
—aunque casi reseco
y casi sin necesidad de nutrirse
como un tronco que bebe y se contenta
con la humedad profunda del terreno,
este cuerpo me pesa demasiado”.

(Pero al verla moverse, levantándose
para llenar los vasos de agua
me pareció su cuerpo
poroso y liviano
como si lo atravesara el aire.
Los gritos de los pájaros nocturnos
envolvían la casa
en la espiral creciente
de una impalpable red).

“He vuelto para morir”,
dije entonces.

(Detrás de la casa, el viento de la noche
había trazado sobre el cielo luminosos surcos.)


[Inédito. París, diciembre de 1986]


Nota y versiones de P. A.

sábado, 12 de junio de 2010

La poesía en el país
de los monólogos paralelos


(Brevísimo informe sobre algunas problemáticas
poéticas en la Argentina)



“En la base de cualquier discusión hay un convenio tácito, en ausencia del cual quizá tendremos múltiples monólogos paralelos, pero ciertamente ningún diálogo. Hoy en día somos el país de los monólogos paralelos”. Estas palabras no pertenecen a ningún analista de la realidad política de la Argentina, sino al poeta Giorgos Seferis, y se refieren a la dificultad de abordar una discusión seria sobre la poesía moderna en la Grecia de su tiempo[1]. Me parecen, sin embargo, perfectamente aplicables a la situación poética argentina presente y a la problemática sobre la cual querría apuntar algunas observaciones y conjeturas: me refiero a la relación inversamente proporcional entre la cantidad y la calidad de la producción poética de las últimas décadas, así como al extraño fenómeno de un interés creciente por la escritura creativa y un interés decreciente por la lectura, si vamos a juzgar por la posición de los libros de poesía en el mercado editorial. Tal problemática no es nueva y su complejidad presenta distintos ángulos, todos espinosos y tal vez irresolubles teóricamente. Comenzaré refiriendo cuatro anécdotas.

La primera les habrá sucedido, en circunstancias análogas, a muchos. Hace poco fui al depósito de aduana del Correo a retirar una encomienda de libros; el jefe de la sección abrió el paquete, inspeccionó los libros y levantando la mirada por sobre los anteojos, me preguntó: “¿Poesía? ¿Usted se interesa todavía por esto? ¿Y dónde vive: en una burbuja?”

La segunda ocasión tuvo lugar al visitar en su casa a un destacado poeta argentino. Conversábamos sobre la tarea crítica, a propósito de que yo había comenzado a colaborar con el suplemento literario de un periódico, y este respetable poeta me dijo, tal vez como consejo: “Mirá, yo hice durante años comentarios de libros, y jamás hablé mal de ninguno, no me gané enemigos inútilmente. Y ya ves: así he recibido el premio más importante del país”.

La tercera anécdota surge también de una conversación, esta vez en un café y con un escritor novel, quien no obstante ya cuenta con un considerable reconocimiento como poeta, traductor y ensayista. Yo acababa de regresar de una permanencia de más de un lustro en Italia, y en la charla me ponía al tanto de la opinión de los más jóvenes sobre viejos y nuevos autores. Tocamos el tema de la métrica, y este informado colega me comentó: “En Rosario hay un poeta que escribe una poesía de ese tipo, con métrica...”. Cometí la imprudencia de preguntar qué formas métricas solía emplear ese autor, y escuché que me respondía: “Verso medido, digamos: todos los versos tienen más o menos el mismo tamaño, la misma extensión”. Ante mi asombro interrogante, incrédulo de mis oídos, reiteró sin variación la frase.

El cuarto episodio ocurrió hace un par de años, en un encuentro de las principales revistas argentinas de poesía. No suelo participar muy seguido de estos acontecimientos, aunque por lo general me resultan intelectualmente estimulantes; éste, en particular, me fue muy instructivo. Mi intervención, que quiso ser franca, tocó algunos de los puntos a los que luego me referiré. No había concluido aún mi exposición, cuando ya me encontraba discutiendo con la mayoría de los panelistas y con los poetas que intervenían desde el público (“la extensión del público de la poesía —dijo hace algunos años el crítico Alfonso Berardinelli sobre la situación poética italiana, y entre nosotros no es muy diferente— coincide más o menos con la de sus autores reales o virtuales”[2]). Había creído estar poniendo sobre la mesa observaciones que me parecían casi lugares comunes, y tuve que tomar conciencia de que, aparentemente, nadie compartía tales lugares. Salí exhausto del debate, pero contento, pensando que, a pesar de todo, se había abierto una discusión veraz, que favorecería futuros diálogos. Esa misma noche, sin embargo, comprendí la dificultad de que se pudiera establecer seriamente tal espacio dialógico. Uno de los panelistas, con quien proseguí la charla, para ejemplificar el valor de un conjunto de poetas que publicaba en su revista, me leyó un poema de uno de ellos. Lamento no recordar el nombre del autor, y no haber copiado el texto, porque me gustaría directamente transcribirlo, para que los lectores pudieran sacar sus conclusiones. Lo cierto es que lo escuché con todas las ganas de que me gustara, realmente, de encontrarle algo... Y no: eran unos versos pobres, prosaicos sin la gracia espontánea de la prosa, ingeniosos para no parecer ingenuos, ingenuos al fin por el afán de simular la experiencia de quien ya está de vuelta del arte y de la vida...[3]

He referido estas anécdotas porque me parece que ilustran distintos aspectos de la cuestión. En orden inverso: la ausencia de aquel “convenio tácito” que decía Seferis, aproximado al menos, sobre qué podemos entender por poesía y qué podemos valorar positiva o negativamente en un texto poético, convenio sin el cual la discusión teórica y la confrontación de textos deviene una serie infinita de malentendidos; el descuido —o, llanamente, la ignorancia— de las herramientas elementales de la poesía, que no puede sino derivar en el embotamiento de la sutileza estilística de las obras; la crisis del discernimiento crítico, cuyo explicable desconcierto ha favorecido un ejercicio irresponsable de esa función, a menudo más ligada a los intereses de la “política literaria” que a la conciencia estética; por último, algo a lo cual ya casi nos hemos habituado: la lejanía del hombre normal de nuestra sociedad con respecto a la anormal poesía, distancia que si en otras épocas podía manifestarse, nunca como en la presente ha tomado dimensiones siderales, como si se viviera en distintos planetas.

Los caracteres propios de este fenómeno, como decía, no son nuevos, pero tampoco es el caso de diluirlos en el curso de los siglos, como si se tratara de una constante ahistórica. En efecto, sus signos distintivos no surgen antes del siglo XIX, y adquieren pleno desarrollo con la sociedad de masas. El crítico uruguayo Ángel Rama estudió lúcidamente sus primeros síntomas en Hispanoamérica[4], con la irrupción del capitalismo y la progresiva democratización social y cultural, cuando Martí avizoraba desde Nueva York: “éste es el tiempo de las vallas rotas”. Hay que releer el prólogo al Poema del Niágara para encontrar en germen las mismas cuestiones que hoy nos ocupan y preocupan, captadas por el ojo visionario y auténticamente democrático del poeta cubano.

La problemática, por otra parte, no es sólo nuestra, sino global. En lo artístico, desde que “ha entrado a ser lo bello dominio de todos” (Martí), no podía sino esperarse una inmensa expansión de la producción creativa, particularmente en la escritura de versos, que aparentemente no exigen prolongados esfuerzos ni aprendizaje técnico. Como apuntaba Montale con su dejo de ironía, la poesía es “el arte técnicamente al alcance de todos: bastan una hoja de papel y un lápiz... e il gioco è fatto!”[5]. En la década del '30, según una estadística, no había en los Estados Unidos más de 200 poetas con libro publicado; en 1992, el Directory of American Poetry registraba a 4.672. Seguramente, estas cifras son inferiores a las de la realidad, y una progresión semejante puede verificarse en numerosas lenguas y naciones.

No tiene sentido alarmarse por tal propagación homérica; al contrario: es el índice de que los países cuentan con una adecuada alfabetización (dicho sin sombra de sarcasmo). Conmueve, por otra parte, imaginar a los millares de hombres y mujeres que en el día o la noche del planeta, en las grandes ciudades o en los pueblos, sopesan y templan sus más íntimas palabras para que duren para siempre.

Basta, sin embargo, haber hojeado varias decenas de esos miles de libros publicados anualmente, o haber asistido a algunos encuentros multitudinarios de poetas, para que tal ternura imaginativa se transforme en impaciencia, en irritación, en desasosiego... Si concediéramos a la poesía un valor tan vital como el que reconocemos, por ejemplo, a la ciencia y el arte de la cirugía, nos resultaría difícil tomar con ligero optimismo la multiplicación de practicantes improvisados de lo que en un tiempo se consideró la expresión más alta del arte de la palabra. Afortunadamente, todavía nadie ha muerto de una mala praxis poética, y seguimos publicando y leyendo poemas sin consecuencias drásticas (aunque nunca sabremos qué secretas mutilaciones puedan producir versos imprecisos como un bisturí mellado).

Entre los factores estrictamente artísticos que pueden contribuir a la expansión cuantitativa —ya que no cualitativa— de la producción poética actual, mencionaré cuatro. El primero, que se verifica en nuestro país pero no, por ejemplo, en España, es la formación de la inmensa mayoría de los poetas, al menos en las últimas generaciones (a partir de la que surge hacia mediados de la década del ’70), exclusivamente en la escuela del versolibrismo. Para quienes lo introdujeron, el verso libre significó “una cosa sencilla y grande: la conquista de una libertad” (lo dijo Lugones en 1909); para quienes nunca atendieron, aunque fuere inconscientemente, a las diferencias de intensidad sonora entre un endecasílabo —digamos— sáfico, melódico, heroico o de gaita gallega, es una paradójica esclavitud: la que somete a “lo primero que sale”, que por lo general no expresa lo auténticamente propio (para lo cual hay que excavar en busca de las napas profundas de la creatividad), sino lo exterior e impuesto culturalmente.

Otro factor es el impacto de la cultura de masas: antes, eran los autores de tango los que aprendían de Rubén Darío o —más modestamente— de Evaristo Carriego; ahora, son los poetas quienes escriben como Charly García o Fito Páez, sin enriquecimiento perceptible.

Tercero, la persistencia de un surrealismo residual, cuya virulencia revolucionaria de la vida se ha extinguido y ya sólo actúa como disolvente de la precisión expresiva y de la lógica de la imaginación, o bien como la plástica surrealista en la publicidad: decorativamente.

Cuarto, un vanguardismo que no deja de girar y girar sobre sí mismo. Hace ya más de un cuarto de siglo observó Pier Paolo Pasolini el efecto paralizante de la programaticidad crítica neovanguardista sobre los aprendices de poeta: practican “la antiliteratura —señalaba en un artículo de diciembre de 1973— antes de hacer literatura: es decir, se han autocriticado (y muy severamente) sobre algo que no han hecho”[6].

Por último, sostengo que la situación de la poesía argentina es esperanzadora. Más llana de lo que es, al menos en su espectro más difundido, ya no puede ser; ha de llegar, por fuerza, la hora del esplendor verbal y la intensidad imaginativa. En tanto, aquí y allá, algo marginales y olvidados, como aladines en medio del desierto, siguen frotando las lámparas mágicas de sus versos esos pocos poetas que el tiempo —si de verdad existe aquello que llaman justicia histórica— ha de poner en su lugar, ese lugar callado y luminoso donde se redimen nuestras miserias, los ruidos y la furia de nuestra época.


Alta Gracia (Córdoba, Argentina), diciembre de 2001


[1] SEFERIS, Giorgos: “Introducción a T. S. Eliot”, en El estilo griego / K. P. Kaváfis. T. S. Eliot, Fondo de Cultura Económica, México, 1988, vol. I, pág. 18.
[2] BERARDINELLI, Alfonso: “Efetti di deriva”, en: Il pubblico della poesia, Lerici, Cosenza, 1975, pág. 13, luego recogido en Il critico senza mestiere, Il Saggiatore, Milán, 1983.
[3] ¿Hará falta recordar a Juan de Mairena?: “Los hombres que están siempre de vuelta en todas las cosas son los que no han ido nunca a ninguna parte. Porque ya es mucho ir; volver, ¡nadie ha vuelto!”.
[4] Entre otros ensayos donde aborda el tema, resulta especialmente esclarecedor su libro Las máscaras democráticas del modernismo, Fundación Ángel Rama, Montevideo, 1985.
[5] Cfr. il Verri, Milán, nueva serie, Nº 1, 1976, pág. 74.
[6] PASOLINI, Pier Paolo: “I giovani che scrivono”, en: Descrizioni di descrizioni, Einaudi, Turín, 1979, págs. 242-243.

sábado, 5 de junio de 2010

L'ANNUNZIATA
(Antonello da Messina)





Un viejo poema de mi viejo libro Lo que trae y lleva el mar (1994). La ocasión del poema fue un viaje a Sicilia, la tierra de mis antepasados por vía paterna, y en particular la visita al Palazzo Abatellis, en Palermo, donde se encuentra la tela de Antonello da Messina conocida como "L'Annunziata". Escribí el texto en mi libreta, en prosa, delante del cuadro, a manera de apuntes para recordar lo visto, y luego lo transcribí en versos, sin demasiadas variaciones. Al publicarlo, lo dediqué a la poeta, colega en esos años y amiga calabresa Mirella Muià, quien además de ser autora de excelentes poemas casi desconocidos (traduje algunos por primera vez en castellano para la antología El astro disperso / Últimas transformaciones de la poesía en Italia) y de una novela en francés (Portrait de père inconnu), se ha dedicado durante largos años a la pintura de iconos, según las antiguas técnicas de la tradición bizantina de los monjes del Monte Athos. Lo dedico ahora asimismo a Alfonso Berardinelli, a quien este poema le interesó especialmente, sin duda por su gusto por la poesía que toma como motivo 'objetivo' a una obra pictórica. Vaya a ellos también mi agradecimiento por todo lo que me enseñaron y mi nostalgia de Italia.


RETRATO
L'Annunziata (Antonello da Messina)


Todo el secreto está en los ojos
y en la mano: desvía la mirada
mientras la palma levantada pide
un instante al destino
que la voz silenciosa le ha anunciado.

¿Hacia dónde se vuelven esos ojos
bajo el amparo del rebozo azul?

Hacia lo único, creo, que le queda
de sólo suyo, nada más que humano,
la vida como era hasta ese día,
como ya no será, esa que ella
y todos conocían, ignorando.

Y la mano suplica, todavía un segundo
de paz, de ensueño aún, y de silencio
para mirar en un rincón del cuarto
el claroscuro humilde... En la ventana,
la eternidad aturde con su ávida luz.



Lo que trae y lleva el mar. Poesía 1978-1994
(Rubbettino Editore, Soveria Mannelli, Italia, 1994)